Rumbo, digo, porque aún no he llegado ni pienso llegar en esta jornada. Lo tengo escrito: la vela propone y el viento dispone. ¿Y qué es la actualidad, ese diablillo, sino un venticello de ópera de Rossini que, como la calumnia, hoy sopla con fuerza y mañana se desvanece?
Por eso no me gusta leer la prensa del día, sino la atrasada. Y cuanto más, mejor. Ese truco permite separar el trigo de la paja. La historia es el poso de lo que queda cuando el tiempo desdibuja los titulares.
Y ni eso, porque, como decía Borges, las grandes noticias del devenir del mundo nunca vienen en el periódico.
Antes no de Cristo, sino del Anticristo, que es Bill Gates, allá por los años en los que yo daba tumbos de a pie por Asia y África, la prensa española me llegaba, cuando lo hacía, con un par de meses de retraso. Leerla así era una delicia: la del sic transit. Del fuego de la información sólo quedaba el rescoldo, y a menudo, ni eso. Ese placer, en mi caso, se ha desvanecido. Por culpa de los ordenadores, de los buscadores, de internet y de todas esas vainas, El Mundo impreso y El Mundo digital se cuelan en mi vida, esté yo donde esté, en Bangkok, en Castilfrío, en Tombuctú o, mismamente, en Chiloé, a la hora en la que don Quijote salió de la venta.
Podría evitarlo, pero no soy Bartleby ni Vila Matas. Me parezco más a Oscar Wilde: soy incapaz de resistir la tentación. ¡Si por lo menos fuese tan buen escritor como lo fue él!
Total: que esta mañana, y la de ayer, y la de anteayer, he vuelto a morder el anzuelo de Yahoo! y he permitido que la actualidad me agÁ¼e la fiesta de lo anacrónico.
¡Qué prisa tiene ahora todo el mundo! Yo, cuando voy a coger un tren, pido en la taquilla que me den billetes para el más lento, pero ya no los hay. Soy un cavernícola. No sólo detesto internet y la prensa del día. También detesto los trenes de alta velocidad, los aviones (a no ser que vaya en business, en cuyo caso el trayecto se me hace aún más corto. Me quedaría allí media vida) y las autopistas. Ya lo decía aquella copla de la Piquer: “¿Y qué hago tan temprano en Nueva York?”.
A lo que iba… ¿Iba a Chiloé? Pues no. Iba a decir algo sobre Salinger. La actualidad me lo impone, soy escritor, dirijo Las noches blancas, me siento obligado a ello…
¡Hale! Todo quisque se ha puesto a hablar de ese hombre. Muérete, y verás. Yo sólo quiero añadir que Salinger escribió una obra maestra: “El guardián en el centeno”. Es, a mi juicio, de lo mejorcito que la literatura norteamericana nos ha dado, superada, eso sí, por el “Huckleberry Finn” de Mark Twain, en la que se inspiró. Los “Nueve relatos” también son buenos. El resto de su obra es basura.
En cuanto a su retiro, su ferocidad, su misterio, su silencio, su aureola… No sé, no sé. ¿Era Salinger un sabio zen o, simplemente, un psicópata de manual? Lo siento, pero me inclino por la segunda hipótesis. Y, si me equivoco, ya le pediré perdón cuando llegue al lugar en el que ahora se encuentra. Me falta poco. Confío en que no sea el infierno.
Escribir bien no sirve de nada si el escritor no es o no llega a ser una buena persona. Y vivir, para el común de los mortales, lo mismo. Á‰se es el principal objetivo de la vida. Acaso el único, porque la felicidad, a la que tantos aspiran, consiste en tener la conciencia tranquila y es, por ello, incompatible con la maldad.
-¿Y Chiloé, Dragó?
-No corra tanto, señor mío. Ya llegaremos…
Sin Salinger, al que dejo en tierra, pero con Mark Twain, que era una buena persona.