Saborear las bellas cualidades del dolor
Anocheciendo.
Camino por la Gran Vía madrileña, empapándome de su ritmo disminuido.
Me paro, cierro los ojos. Echo la vista atrás un par de años y me doy cuenta de que los bares están vacíos.
Aun así, aquí en el centro, el ambiente difiere exponencialmente de la periferia. Es el paraíso capitalista. Adormeciéndonos.
Por otra parte, extremadamente necesario para olvidar, por unos momentos, todos los problemas que atravesamos actualmente.
Me fijo en la cantidad de turistas que disfrutan, despreocupadamente, de esta otra realidad. Absortos entre edificios centenarios aprovechan las múltiples ofertas de la ciudad para los que tienen algo que gastar.
Acto seguido, me desvío de la arteria principal para observar como son las cosas en las páginas que no aparecen en las agencias de viajes.
Terriblemente bello.
La evolución.
La sonrisa en los rostros de la gente con la que comparto un segundo en el que intercambiamos emociones va desapareciendo mientras me adentro en esas oscuras y acotadas calles. Analogía de pensamientos.
Después de haber pasado un tiempo en una isla del mediterráneo, cuya realidad difiere mucho de la capital madrileña, me doy cuenta de que había olvidado por completo lo que cuesta el día a día. Lo que cuesta una hora de parking.
Por lo que me encuentro en estado de shock, paralizado. Analizando todas las emociones que he venido sintiendo a lo largo de este año.
Algunos de los que se cruzan conmigo me miran atónitos, algunos me preguntan si me encuentro bien, pero yo no sé que contestar.
Miro a mi alrededor, como intentando ubicarme. Lo consigo a duras penas.
Este gesto melancólico que se forma en mi persona por contemplar lo que sucede, se ve influenciado por el paisaje otoñal de mi ciudad. Es la belleza extralimitada, inefable. Recuerdo que esa sensación me encanta.
Por lo que intento revivir otros momentos de mi pasado, quizá para encontrar partes de mi mismo que dejé olvidadas cuando, precisamente, decidí buscarme.
De nuevo, esa analogía con el entorno. La cual me hace sentirme parte de algo con lo que nunca me había sentido identificado.
Todos somos imprescindibles.
Por lo que decido unirme a la multitud de gente que se manifiesta gritando y pataleando, siendo vapuleada. Me siento vivo, libre, luchador.
Tanto los que van vestidos de un color como los demás estamos allí para liberarnos de nosotros mismos, de lo que nos vamos imponiendo con el paso de los años, de lo que nos van imponiendo.
Es imparable.
Pronto me doy cuenta de la importancia del gobierno actual, la pieza clave del proceso introspectivo, del cambio.
Desde sus cómodos sillones de cuero preparan un plan infalible para imponer su criterio, mientras el universo sigue su propia evolución, como lo hace la especie humana.
En ese momento recuerdo a Steve Pinker, el cual señala que la violencia ha disminuido considerablemente en la época que vivimos, y que la evolución es responsable del diseño del cerebro actual. Estadísticamente somos menos violentos que varios siglos atrás. Podríamos decir que después de tantos periodos en los que el sufrimiento humano aparecía extralimitado, nos hemos vuelto más sensibles hacia el dolor. Primordialmente en su significado más global.
Pero a medida que ese sentimiento de empatía global se iba desarrollando, se disminuía proporcionalmente en nuestro círculo más cercano. El respeto por los sentimientos de las personas más cercanas a nosotros se volvía más superficial. Contradictorio ¿No?
Por este motivo resulta tremendamente necesario el proceso que ahora vivimos. Es imprescindible que nos inmiscuyamos en ese dolor para recobrar esa parte de nosotros mismos que se ocultaba en la letra pequeña de las compras a plazos.
Es necesario saborear ese dolor para concienciarnos de lo que debemos recuperar de nuestro pasado para seguir evolucionando.
Es necesario parar de respirar durante unos instantes para darnos cuenta de que estamos vivos.
En esos momentos una sonrisa se dibuja en mi cara y me aparto de la muchedumbre para volver a contemplar mi interior.
Me regocijo en el momento de claridad que aparece sin avisar.
Y, simplemente, soy.