San Isidro Labrador se prepara un año más para celebrar su onomástica. Romería, pradera y toros, cual jubilosa trinidad sacro-pagana, centrarán los habituales festejos con los que los madrileños homenajearán a su Santo y patrón, al que seguramente muchos demandarán una pequeña ayuda divina para que sus respectivos equipos de fútbol salgan victoriosos de las decisivas citas que afrontarán en los próximos días, ya que el Pisuerga pasa por Valladolid.
Según cuenta la leyenda, y entre otros milagros, a Isidro de Merlo y Quintana, San Isidro, unos ángeles le araban la tierra mientras él rezaba piadosamente. Y yo me pregunto: ¿no será éste el origen de una de las taras espirituales de los españoles, el canonizar la inacción, el bendecir la fe y la esperanza pasivas, el rogar a Dios sin dar con el mazo?
Vivimos tiempos procelosos, con una crisis económica cuyo final tan pronto se vislumbra en una abstracta lontananza de datos que no entendemos, como nos vuelven a sumir en lo más hondo de ella las predicciones de agoreros de opacos intereses, profetas del error a quienes damos la facultad de crear una realidad sólo con nombrarla, porque tan real es lo que creemos como lo que vemos y tocamos. Y de esta manera, unos temen lo que tienen y otros lo que podría venir, porque no hay virus de tan rápida propagación como el miedo.
Reza el teorema de Thomas que si las personas definen unas situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias. Y puede que el miedo sea la consecuencia lógica de una situación que sólo podemos definir como de incertidumbre, de indefinición. Tal vez más que tantos ajustes, inyecciones de liquidez, reformas del mercado laboral y oscuros tejemanejes que seguimos sin entender, sea el momento de apostar por la acción, por la confianza, por moverse en busca de labrar nuestra salida del hoyo en lugar de tener fe en que otro nos eche una cuerda. Pero el miedo es un arma de control social demasiado poderosa y miedo nos van a inculcar los que definen nuestra realidad.
Puede ser también que todo lo que tenemos nos haya vuelto demasiado conservadores, pero no hay que olvidar que, al menos en occidente, vivimos la época más plácida de la historia de la Humanidad, que hubo otros tiempos en los que tuvimos que pelear por un pedazo de tierra, pasar hambrunas, sufrir pandemias voraces, trabajar como esclavos o perseguir el horizonte a través de océanos infinitos, afrontando el enorme desafío que es la vida.
Por lo general, soy bastante escéptico en lo que se refiere a las masas, ese agregado monocorde que resulta más manejable cuanto mayor es su número; esa masa complaciente, y conformista que acepta todo lo que le viene de las alturas, que ya no sabe ni rebelarse por el mismo miedo a rebelarse y que no saldrá de la crisis, si acaso la sacarán de ella. Creo más en la persona, en las personas clarividentes y capaces de definir su propia realidad, que harán de la necesidad virtud, que defenderán lo suyo sin miedo a perder lo poco que puedan tener y que no se quedarán en casa rezando para que les saquen de ésta, pues no somos santos y, como dijera Albert Einstein, “la única crisis amenazadora es la tragedia de no querer luchar por superarla”.