Una historia que a nadie gusta
Dista de ser una anécdota: se estima que uno de cada cinco embarazos termina en un aborto. Aproximadamente un tercio de los 205 millones de embarazos mundiales son indeseados, y una de cada cinco gestaciones es interrumpida inducidamente. En el año 2005 se produjeron a nivel mundial aproximadamente unos 42 millones de abortos, de los cuales casi la mitad se practicaron en condiciones de inseguridad.
El aborto es, probablemente, la situación clínica sobre la que se plantean los debates más agrios de toda la medicina. En mayor o menor grado, los argumentos suelen fluir de dos polos dogmáticos irreconciliables: el derecho incuestionable de la mujer a decidir sobre posibilidad de interrumpir o no la gestación que lleva en su seno, y el derecho –sagrado- a la vida del nonato.
Unos y otros deben saber encontrar los puntos comunes que tienen, y evitar las consecuencias que está provocando su intransigencia.
Todos coinciden en que el aborto es una situación indeseable, aunque no en qué aspecto les resulta más desagradable: la muerte del feto o las consecuencias para la madre. Y por tanto, si se evita tener que tomar la decisión de interrumpir o no la gestación, no habrá conflicto.
Unas 100 millones de mujeres casadas, en países empobrecidos son sexualmente activas, son fértiles, no desean tener un hijo pronto, pero no utilizan ningún método anticonceptivo seguro. La reducción más drástica de las tasas de aborto en el mundo en los últimos diez años se ha dado en Europa oriental, coincidiendo con la generalización del uso de los métodos anticonceptivos.
La decisión de la mujer debe ser libre. Cada uno aporta su pequeña parte a esta verdad, puesto que unos defienden la libertad para continuar la gestación, y otros la libertad para interrumpirla. Ambos tienen su pequeña parte de razón. De un lado, una mujer que decide interrumpir su gestación porque no tiene recursos para criar a hijos deseados no es libre en su decisión, puesto que se la imponen las circunstancias. Del otro, dificultar que una mujer acceda a la interrupción de su embarazo en condiciones de seguridad en las primeras etapas de la gestación no impedirá que intente abortar, sino que provocará que lo haga en peores condiciones.
La legalización del aborto no parece influir en su incidencia, pero sí en su seguridad. La mayoría de los países africanos prohíben el aborto, y mientras que su tasa de abortos es muy similar a la europea (29 y 28 por mil gestaciones, respectivamente), la tasa de abortos inseguros es más de treinta veces superior. Algunos países han disminuido drásticamente el número de complicaciones relacionadas con los abortos inseguros tras la legalización, sin que se afecte significativamente el número de abortos totales, como el caso de Sudáfrica.
El aborto tiene componentes éticos de los que carece, por ejemplo, la extirpación de un grano. A unos y otros les recordaría que el feto es un ser diferenciado de la madre que sólo puede crecer dentro de ella hasta que los cuidados médicos pueden hacerlo sobrevivir fuera. Ni la mujer es una suerte de horno inerte que nada tiene que decir, ni el feto es una barra de pan que podamos sacar a voluntad del cocinero. La viabilidad fetal extraútero debe marcar el inicio de su consideración como sujeto de derecho.
No hay postura cómoda cuando hablamos de aborto. Más de 42 millones de gestaciones interrumpidas, 67.000 muertes maternas por abortos inseguros, 220.000 niños huérfanos al año por esas muertes. Es el momento de acabar con los enfrentamientos y atacar la raíz del problema: los embarazos no deseados.
Teodoro Martínez Arán
Médico