Montesquieu, ese famoso filósofo de la ilustración francesa, ha pasado a la historia como el padre de la división de los tres poderes del Estado: el poder ejecutivo, legislativo y el poder judicial. Los principios que protegÃan la libertad de la personas de la opresora mano de un posible monopolio, y lógico, de los gobernantes totalitarios, llámese rey o sea dictador. AsÃ, una de sus obras más influyentes fue l’Esprit des Loix (El espÃritu de las leyes) publicada, en principio, y rubricada por un autor anónimo en el año 1748. El calado de la obra fue importante, se convirtió rápido en una seña de identidad tanto de los que apoyaban en su tiempo el cambio del sistema y como entidad demonÃaca a los guardianes ideológicos del antiguo régimen. Tres años después, fue prohibido por la iglesÃa católica en su Francia, en 1751. La primera censura, pero no la última desde luego.
Algunas de las proposiones tan disonantes de este libro y de tamaño escritor y filósofo cuentan como debe establecerse un gobierno de forma tal que ningún hombre tenga miedo de otro asà como envidiaba el régimen inglés de su tiempo, una monarquÃa constitucional, hecha y derecha, recordemos, siguiendo a la Gloriosa en el siglo XVII. En Francia, aun, se sostenÃan con esmero pero sometidas a la plenitud de la crisis económica, los fundamentos del absolutismo de aquellos conocidos Luis… y donde alguno dirÃa «El Estado soy yo». Además, coherente con sus ideas sostenÃa que la ley era la máxima competencia -como hoy dÃa dirÃamos- del Estado.
El tiempo le dio la razón, como a otros muchos filósofos de aquella ilustre, en el doble sentido, época de prosperidad de la razón como, particularmente, de las ideas polÃticas y de la filosofÃa sobre la naturaleza humana. Se redactaron cientos me atreverÃa a decir, de constituciones basándose en la premisa básica adalid de su fama y paso a la posteridad. Su división de poderes ha permanecido incólume hasta el siglo XXI. Es posible que ni el sueño más alentador y confiado pudieran, en él, haber igualado la prefundidad histórica de sus ideas como su repercusión, hasta mediática -hablando en expresiones más modernas-. No obstante, como todo libro de éxito en su campo, no está exento de censura, agravios, feroces crÃticas o cualquier tipo de reproche, algunos malintencionados y lejos del mero motivo intelectual.
En España, la andadura democrática, impregnada como todos estos regÃmenes, de algo del legado de Montesquiu comenzó en 1978. Una constitución que resumÃa el progreso y la pluralidad de la sociedad española en sus lÃneas y acababa con todo atisbo de despotismo. Encauzaba la difÃcil tarea de tranquilizar los ánimos soliviantados por el cambio de régimen. Por supuesto, la constitución avala la división de los poderes y contempla, curiosamente, en el artÃculo 122, su elección mediante el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Un organo base de la confianza institucional de toda la argamasa de instituciones públicas del paÃs. Es como en un análisis de sangre, un indicador de enfermedad si algo se detecta anómalo en él como de salud y paz si no se descubre anomalÃa alguna.
Pero no tardó mucho esto en empezar dar signos que las enseñanzas del barón Montesquieu no iban muy en serio, o el alumno, a lo mejor era un tanto despistado. La última hipótesis, sin embargo, la desmintió Alfonso Guerra con Felipe González al clamar «Montesquieu ha muerto» cuando reunieron la mayorÃa absoluta los socialistas. Don Alberto Ruiz Gallardón, en el presente año y en poder del ministerio de justicia, ha abierto la reforma última de la desventura de la separación de los poderes. El análisis de sangre de la justicia ya indicaba señales de alarma por la intromisión del virus polÃtico en sus entrañas, no obstantes, parecÃa acampar en una pacÃfica presencia y no en una desbocada proliferación. Gallardón se ha encargado de inyectar el estÃmulo para la replicación del virus polÃtico en la justicia. Y los virus, incapaces como ustedes saben de reproducirse a sà mismos como una bacteria, parasitan y desplazar el código genético de sus anfitrionas acabando con estas. Se ha mordido el criterio de la independencia con tal brÃo en la yugular que acaece en un coma terminal.
Ya advirtieron don Luis del Pino, José GarcÃa DomÃnguez o Joan J. Queralt sobre la pesadumbre de este vaivén de la historia. Y es que, la enfermedad polÃtica ha contagiado al sistema judicial, quizás, por el estrecho contacto y confraternización (ya saben eso de «no confraternices con los presioneros» como advertencia clara a los jueces y magistrados en este caso). Pues se ha hecho, los prisioneros, aquellos enfermos, han politizado a los guardianes de la prisión. Citando a Luis del Pino: si la Justicia no es ubicua, si no puede extender su largo brazo a todos los aspectos de la sociedad, entonces simplemente deja de existir el estado de derecho. El polÃtico se ha convertido en el agente Smith que se replicaba infinitamente como virus de matrix, pero en la realidad de este paÃs. El polÃtico se ha convertido en un ser estereotipo de personaje público. El polÃtico ha transpasado la barrera que anhelaba defender la Constitución y funda la democracia en sus principios hacia la ubicuidad. El polÃtico es aquel persuasor de las masas, pero también es, hoy, el que las juzga y moraliza. El polÃtico es la desinencia de este Estado laico y aconfesional, en crisis de fe, sustituye un dios por el polÃtico y chantajea al pueblo a creer a ese dios; a imagen a semejanza del polÃtico: el Estado español. Y Montesquieu se ha llevado la más dolorosa de las censuras siglos después de su muerte.