La Segunda Guerra Mundial fue desencadenada por dos países de ideología totalitaria: Alemania y Japón, que arrastraron a Italia y a otros países menores a la guerra. El estallido del conflicto mundial no puede atribuirse a una serie de causas, que en cualquier caso serían objetivas, sino a la voluntad belicista de los países totalitarios. Una voluntad fundamentada en un sistema de valores opuestos a la democracia, los derechos individuales, el sufragio y el comunismo o socialismo. E inspirados en la Iglesia católica que los venía atacando desde la revolución francesa. Toda la literatura política de la época cuando procede de los países totalitarios se basa en la denuncia de la democracia y el comunismo y cuando procede de los países atacados se basaba en la defensa de la libertad de opinión y de conciencia, rechazando el totalitarismo hitleriano porque amenazaba con destruir los valores básicos sobre los que descansa la civilización occidental, como proclamó Roosevelt, aún, desde la neutralidad.
A pesar de que para Marx las causas de los conflictos son de naturaleza económica, esta causa no está presente en todos los conflictos internacionales. A veces están provocados por razones estratégicas, otras por razones de prestigio y, a veces, por simples ambiciones políticas personales. La ambición personal fue la causa de algunas de las guerras de invasión de los Estados italianos por Francia en los siglos XV y XVI. Pero otras veces, las razones son sencillamente ideológicas. Las guerras contra el turco, cuando eran convocadas por los papas, se hacían en nombre de la fe y al grito de “cruzada”. En el siglo XIX la revolución francesa y las luchas entre liberales y conservadores se hicieron por razones económicas, políticas e ideológicas. Algunos conflictos sólo perseguían la conquista del Poder sin cuestionar la propiedad privada de los vencidos. Se pugnaba entre una constitución liberal progresista contra otra reaccionaria clerical. Las guerras carlistas en España fueron guerras ideológicas en las que la reacción clerical-absolutista luchó con las armas en la mano contra el liberalismo político. La Rusia revolucionaria fue invadida por las potencias japonesa, francesa y británica al grito de “Cruzada”. La misma guerra civil española fue calificada por el clero de “cruzada” y de “guerra ideológica”.
La identificación de la ideología católica con el nazismo y el fascismo llegó a tal extremo que el papa Pío XII, en la víspera de navidad del año 1941, radió un mensaje en el que pedía a las potencias beligerantes que llegaran a un acuerdo para firmar la paz sobre la conservación de los regímenes políticos, nazi y fascista, existentes al comienzo de la guerra. Esto es, sobre la base de la consolidación de estos dos regímenes y sus imitadores. Algo que ya no era posible porque unos meses antes, agosto de 1941, los anglosajones habían adquirido un compromiso en la Carta del Atlántico en el que expresaban el deseo de:…”destrucción final de la tiranía nazi…restaurar los derechos soberanos de los pueblos.”
En la actualidad, el conflicto árabe-israelí o islámico-judío, es un conflicto ideológico y el terrorismo fundamentalista islámico es ideológico. En defensa del Islam tratan de destruir los valores democráticos.
Las burguesías de los países ocupados por el nazismo conservaron sus propiedades, como la burguesía alemana, sólo que sometidas a la dirección de los objetivos de un plan estatal. Estas burguesías colaboraron con el nazismo, si bien, fueran expulsadas del Poder por los partidos totalitarios. La destrucción de la democracia en los países ocupados, cuando cierta libertad hubiera facilitado el colaboracionismo de las poblaciones invadidas, era una condición necesaria para que la libertad no pudiera ser utilizada contra el ocupante. La Segunda Guerra Mundial desencadenada por las potencias totalitarias fue un conflicto ideológico. Estaban en juego el totalitarismo, la democracia y el comunismo. Nada parecido ocurrió en la Primera Guerra Mundial.
Tratar de entender la guerra, cualquier guerra, y explicarla en la existencia de causas, que inevitablemente tienen que ser objetivas, es pretender encontrar algún tipo de legitimación para explicar cualquier conflicto y, en consecuencia, justificar la guerra en razones objetivas, admitir la inevitabilidad objetiva de la misma y, finalmente, acabar afirmando que la guerra es justa. Sería como tratar de explicar el devenir humano en unas fuerzas irracionales e impersonales a la Humanidad que determinan la voluntad y la suerte de los seres humanos contra su propia voluntad y capacidad para elegir.
El único caso en el que se podría admitir una causa objetiva para explicar un conflicto sería la “lucha de clases”. De hecho los seres humanos viven, vivimos, desde los orígenes de la formación de las sociedades urbanas y clasistas en estado permanente e ininterrumpido de lucha, sólo que ésta no se manifiesta como tal cuando la clase dominante mantiene sometida, en paz y orden, su orden social, a la clase dominada, los trabajadores. La existencia de esa lucha se manifiesta de manera abierta y radical sólo cuando los explotados se rebelan contra sus explotadores, desencadenando una revolución social y política. Revolución que ha ocurrido en escasas y contadas situaciones: en la Grecia clásica, en la Roma republicana, en las revoluciones inglesas, norteamericana y francesa y sus imitadoras y en la revolución rusa y sus herederas.
Y aún en enfrentamientos revolucionarios entre clases, la existencia de la explotación no sería en sí causa suficiente para provocar una revolución, si no se dan condiciones subjetivas para desencadenarla. Se necesita, cuando menos, que el explotado tenga una conciencia de clase organizada como clase social y que se dé una situación revolucionaria que no hay que confundir con una causa porque sólo son circunstancias, el medio social en el que las contradicciones alcanzan un clima insostenible. Pero, aún así, este conflicto entre clases antagónicas no sería una guerra clásica entre naciones, que es de lo que estamos hablando, sino una guerra entre clases enemigas circunscrita al ámbito de su propia nación.
Atribuir las “causas” del conflicto bélico a las consecuencias de la crisis desencadenada por el crack de la bolsa norteamericana en 1929, al paro, al crecimiento demográfico o al Tratado de Versalles, es desviar la atención de las razones profundas, existentes con mucha anterioridad a esta situación crítica, crítica en algunos países, que se encuentran entre las razones subjetivas que desencadenaron el conflicto.
El paro existía en países como Inglaterra, Estados Unidos y Francia y nadie temió que de esa situación se avanzaría inevitablemente hacia una guerra. En Estados Unidos donde el paro afectó a más de 15.000.000 de personas de unos 50.000.000 de población activa el pueblo era enemigo de participar en ninguna guerra. El crecimiento demográfico existía, en Italia y Japón, desde comienzos del siglo XX, al menos, y ninguno de estos dos países buscó una solución en la guerra. Primero emigraron por millones a América del Norte y del Sur y luego, durante el fascismo, Mussolini trató de crearse un pequeño imperio, entre los grandes imperios francés e inglés, sin molestar a éstos, porque quería evitar la confrontación con estas dos potencias. Una guerra que sabía que tenía perdida. El fascismo no tuvo nada que ver con el crack del 29 porque Mussolini conquistó el Poder con el apoyo del monarca, el Ejército, la alta burguesía y la Iglesia católica, sus principales beneficiarios, en 1922. Pero la solución fascista era una solución nacional para impedir el triunfo de la revolución proletaria en Italia. Mussolini entrará en la Segunda Guerra Mundial a su pesar y contra la voluntad del pueblo italiano, que lo colgó a la primera ocasión que tuvo.
En Japón una gran parte del excedente demográfico lo absorbieron los Estados Unidos, hasta que cerraron sus fronteras aprobando las leyes de inmigración en 1924, antes del crack, lo absorbió la ocupación de parte del territorio chino y lo absorbió el Ejército, cuyos miembros procedían, en gran número, del campesinado. Pero en Japón la burguesía industrial no quería recurrir a la guerra. Era el Ejército quien quería la guerra. Concretamente sus altos mandos quienes tenían vocación belicista y por tanto necesitaban de la guerra como caldo de cultivo para incrementar su propio curriculum y para alimentar su honor. En 1927, antes del crack, el general Tanaka, primer ministro entre 1927 y 1929, presentó un memorándum en el que exigía la hegemonía japonesa sobre los demás países de Asia, basándose en la ideología nacionalista no en argumentos demográficos ni tan si quiera económicos. Y no fue hasta 1941, cuando el general Tojo fue nombrado, por presiones de la Marina y el Ejército, primer ministro, cuando atacó Pearl Harbour declarando la guerra a los Estados Unidos.
En Alemania el objetivo de desencadenar una guerra mundial ya estaba escrito en “Mein Kampf”, en 1925, por Hitler. No se necesitaban causas, sólo había que esperar a que se crearan las circunstancias. Pero además de Hitler, en 1930 el nazi Rosenberg publicó “El mito del siglo XX”; en 1989, Chamberlain publicó “Los fundamentos del siglo XIX”; en 1918, Spengler escribió “La decadencia de Occidente”; en 1855 Gobineau publicó “Sobre el origen de la desigualdad de las razas humanas” y en 1803 Hegel publicó “La fenomenología del espíritu”. No cito a Nietzsche porque, a pesar de la manipulación que el nazismo pudiera hacer de algunas expresiones suyas, como el “superhombre”, significó todo lo contrario del totalitarismo: la rebelión contra la moral de esclavos: el totalitarismo cristiano en versión luterana o católica. Antes que encontrar en “causas” la explicación de la guerra, se había producido un cambio de mentalidad totalitaria que Ortega y Gasset describe en su libro “España invertebrada”, publicado en 1922, un año antes de la instauración de la Dictadura de Primo de Rivera, con las siguientes palabras: ““Todo anuncia que la llamada “Edad moderna” toca a su fin. Pronto un nuevo clima histórico comenzará a nutrir los destinos humanos. Por doquiera aparecen ya las avanzadas del tiempo nuevo. Otros principios intelectuales, otro régimen sentimental inician su imperio sobre la vida humana, por lo menos, sobre la vida europea. Dicho de otra manera: el juego de la existencia, individual y colectiva, va a regirse por reglas distintas, y para ganar en él la partida serán necesarias dotes, destrezas muy diferentes de las que en el último pasado proporcionaban el triunfo…
En efecto, racionalismo, democratismo, mecanicismo, industrialismo, capitalismo, que mirados por el envés son los temas y tendencias universales de la Edad moderna, son, mirados por el reverso, propensiones específicas de Francia, Inglaterra y, en parte, de Alemania. No lo han sido, en cambio, de España. Mas hoy parece que aquellos principios ideológicos y prácticos comienzan a perder su vigor de excitantes vitales, tal vez porque se ha sacado de ellos todo cuanto podían dar.” Ese mismo año Mussolini era elevado al Poder por la Iglesia, el Ejército y la alta burguesía.
En Alemania la “humillación” del tratado de Versalles había sido superada ya por la sociedad alemana, por los políticos alemanes y por gran parte del Ejército en los “Tratados de Locarno”, 1925, donde se renunció a la fuerza y se aceptaron las fronteras occidentales, en el tratado de amistad y neutralidad con la U.R.S.S., en 1926, ingresando en la Sociedad de naciones, ese mismo año, en el pacto “Brind-Kellog, sobre las reparaciones de guerra, en 1928 y finalmente en la Conferencia de Lausana, 1932, donde se dio por liquidado el problema de las reparaciones.
El deseo de revancha por las consecuencias de la paz de Versalles no existía ni si quiera en el Ejército alemán, y si existía no habría sido causa para desencadenar una guerra porque, en cumplimiento de ese tratado, Alemania nunca podría tener potencia militar para desencadenarla y nunca podría haber rearmado su ejército ni ocupado la Renania. Ese tratado debía garantizar la impotencia revanchista alemana. Si se cumplía.
La crisis del 29 pegó muy duro sobre Alemania y Austria y creó un clima de inseguridad ante la amenaza de revolución proletaria como el que llevó a Mussolini al Poder. Esa situación sí creó las circunstancias favorables para que el nazismo pudiera ser llevado en volandas por 13.000.000 de alemanes, pero esta victoria electoral hubiera sido insuficiente sin el apoyo de la derecha alemana que fue la que le nombró Canciller y luego Presidente. Sin el partido nazi Alemania no habría desencadenado la guerra porque la burguesía y el Ejército sabían que la tenían perdida, gracias al Tratado de Versalles. Se necesitaba un partido totalitario y suicida que, al margen de causas objetivas, la desencadenara.
Pero para desencadenar un conflicto no se necesitan causas objetivas, se necesita voluntad de desencadenarla. Sin voluntad de una sola parte por muchas causas que queramos buscar no puede, nunca, haber conflicto. Y es esa causa subjetiva el motor de la guerra. En Alemania y en Japón. Porque las llamadas causas objetivas ya existían antes de que llegaran al Poder Hitler y Tojo, pero nadie quiso la guerra.
Hitler llegó al Poder sin hacer propaganda a favor de la guerra. Sencillamente, aunque lo había proclamado en Mein Kampf, porque no le interesaba poner en guardia a sus potenciales enemigos: Francia, Gran Bretaña y la U.R.S.S. Era preferible presentarse como pacífico reivindicador de humillaciones pasadas que como belicista. Circunscribiendo sus tímidas reivindicaciones al espacio geopolítico alemán desintegrado por el Tratado de Versalles. Hitler llegó al Poder para frenar la amenaza comunista e integrar a todas las clases sociales bajo la nación alemana, eliminando a quienes no cupieran en ese espacio geopolítico. Era nacionalista y como tal enemigo de la democracia y enemigo del comunismo. Por ser las dos ideologías que amenazaban la integridad nacional alemana. Esta es la nueva ideología que acabaría con la democracia, o modernidad, según anunció proféticamente Ortega y Gasset.
Pero mucho antes que Ortega, otro brillante intelectual profetizó lo que llegaría a ser Alemania en el futuro y por qué. En su “Escrito contra Marx”, publicado en los años setenta del siglo XIX, escribía Bakunin: “La obediencia y la resignación, esas primeras virtudes de un súbdito y esas condiciones supremas del Estado…no habían producido en Alemania, durante la Reforma) otro efecto que reforzar el sentimiento y la práctica de la disciplina…fue entonces cuando empezó a desarrollarse la potencia creciente…del Estado militar, burocrático y tremendamente despótico…por las enseñanzas de sus pastores protestantes, predicadores de la esclavitud cristiana…Alemania se había convertido en el paraíso de los déspotas, la tierra de la tranquilidad, de la la sumisión, de la resignación y de la mediocridad…
…no ha sido Rusia, sino Alemania, desde el siglo XVI hasta nuestros días, la fuente y la escuela permanente del despotismo de Estado en Europa. De lo que en los demás países de Europa no ha sido más que un hecho, Alemania ha hecho un sistema, una doctrina, una religión, un culto: el culto del Estado, la religión del poder absoluto del soberano y de la obediencia de todo subalterno frente a su jefe, el respeto del rango, como en China, la nobleza del sable, la omnipotencia mecánica de una burocracia jerárquicamente petrificada, el reino absoluto del papeleo jurídico y oficial sobre la vida, en fin, la completa absorción de la sociedad por el estado, por encima de todo esto, el buen placer del príncipe semidios y necesariamente semiloco, con la depravación cínica de una nobleza a la vez estúpida, arrogante y servil, presta a cometer todos los crímenes para complacerla y, por debajo, la burguesía y el pueblo dando al mundo entero el ejemplo de una paciencia, de una resignación y de una subordinación sin límites…
Este pueblo nunca ha amado la libertad (…), no sólo será incapaz de derribar él mismo a sus tiranos, sino que ni si quiera deseará tal caída. Las razones que lo impedirán serán siempre el culto a la autoridad, al amor por el príncipe, la fe en el Estado y el respeto inveterado por los funcionarios y representantes del Estado; en fin, esa disposición de la disciplina voluntaria y la obediencia refleja, desarrollada en él durante toda su historia, y, como acabamos de verlo, sobre todo por los tres últimos siglos, consagrada con la bendición del protestantismo, pero solamente en Alemania; todas esas disposiciones nacionales que hacen del pueblo alemán el pueblo más libremente sometido y el más amenazante hoy en día para la libertad del mundo.”
¿Qué había ocurrido en Alemania, en Japón y en Italia y que también será la solución totalitaria en Portugal, Austria y España? Carlos Marx en “El dieciocho brumario de Luis Bonaparte” explica con claridad de qué manera la burguesía industrial decidió ceder el Poder político al “lumpemproletariado”, la burocracia estatal y el clero, bajo la dirección de Luis Napoleón ante el miedo a la revolución proletaria. Cedía el Poder político para proteger el económico. “Si el propio parlamento del orden, escribe Marx, con sus gritos pidiendo tranquilidad, se condenaba el mismo, como ya he indicado, a la inacción, si declaraba la dominación política de la burguesía incompatible con la seguridad y la existencia de la burguesía, destruyendo por su propia mano, en lucha contra las demás clases de la sociedad, todas las condiciones de su propio régimen, del régimen parlamentario, la masa extraparlamentaria de la burguesía, con su servilismo hacia el presidente, con sus insultos contra el parlamento, con el trato brutal a su propia prensa, empujaba a Bonaparte a oprimir, a destruir a sus oradores y sus escritores, sus políticos y sus literatos, su tribuna y su prensa, para poder así entregarse confiadamente a sus negocios privados bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto. Declaraba inequívocamente que ardía en deseos de deshacerse de su propia dominación política, para deshacerse de las penas y los peligros de esa dominación…
Así aplaude la burguesía industrial con su aclamación más servil el golpe de Estado del 2 de diciembre, la aniquilación del parlamento, el ocaso de su propia dominación, la dictadura de Bonaparte…La burguesía francesa, que se rebela contra la dominación del proletariado trabajador, encumbró en el poder al lumpemproletariado, con el jefe (Luis Napoleón) de la Sociedad del 10 de diciembre a la cabeza. La burguesía mantenía a Francia bajo el miedo constante a los futuros espantos de la anarquía roja.”
En los países totalitarios ocurrió exactamente lo mismo que en Francia, considerando las diferencias específicas de cada país y el desarrollo de las fuerzas productivas, del aparato de Estado y las organizaciones políticas paramilitares y militares. La burguesía ante el miedo a la revolución se retiró del Poder para dejarlo en manos del partido nazi, del ejército japonés, del partido fascista o nazi austríaco y de las dictaduras portuguesas y española. El ejército y los partidos totalitarios, nueva forma del lumpemproletariado, con el apoyo de la Iglesia católica y luterana que les prepararon el terreno con su tradicional doctrina de la “obediencia pasiva” al Poder, y de la burocracia estatal tomó las riendas del Poder sin someterse a los dictados de la burguesía, que colaboró en silencio segura de que sus intereses económicos estaban protegidos. Mejor protegidos que por ella en un régimen democrático.
Esos eran los enemigos de toda ideología totalitaria: la democracia y la revolución social o comunismo. La democracia y los derechos individuales porque habían sido “conquistados” por el proletariado a lo largo de los siglos XIX y XX y ya no eran propiedad de la burguesía sino una ideología progresista, como fue en sus orígenes ilustrados, que en manos del proletariado amenazaba los intereses económicos de la burguesía y la existencia de las Iglesias católica y luterana; y el comunismo porque amenazaba la idea religiosa del “interclasismo” por la lucha de clases y amenazaba la integración de las clases sociales en la nación y la existencia de la propia nación, el “nacionalismo”, que es exactamente lo mismo que el “interclasismo religioso”.
El totalitarismo en versión nazi o militarismo en versión japonesa existían antes de que se crearan esas llamadas causas del origen de la guerra. Sin esta ideología esas causas no hubieran causado la guerra y con esta ideología totalitaria esas causas no eran necesarias para desencadenar la guerra, sólo se necesitaban las circunstancias favorables. La primera: conquistar el Poder. Que es lo que hicieron; la segunda prepararse para la guerra, que es lo que hicieron. Mientras que el Ejército japonés se había impuesto sobre los políticos y la burguesía , marginándolos, y organizando un ejército ofensivo preparado para la conquista y ocupación de su espacio vital necesario para consolidarse como gran potencia, según declaraciones del mismo general Tojo, Hitler, como antes hizo Mussolini a una escala más limitada a sus limitadas ambiciones, como ya he dicho, desde su conquista del Poder, apoyado por los partidos burgueses y por el partido católico, organizó toda la economía alemana para crear un ejército ofensivo. En menos de cinco años consiguió, incumpliendo el Tratado de Versalles, crear un arma de destrucción superior al potencial de guerra francés, británico y soviético, excepto en Marina, porque su idea del imperio era continental. Lo sorprendente fue el silencio y la falta de respuesta franco-británica a esos sistemáticos incumplimientos, que fortalecía militarmente a Alemania frente a sus potenciales enemigos. Pero ahora no me voy a fijar en este aspecto. Al margen de que existieran o no esas citadas “causas” Hitler tenía voluntad de desencadenar la guerra. El momento lo decidió él y nadie más que él. Lo mismo ocurrió en Japón.
Sin olvidar que detrás de las ideologías existen intereses económicos, corporativos y burocráticos, debemos tener en cuenta que las ideologías, especialmente las totalitarias, se alimentan por el deseo de dominación absoluta de la voluntad de todos los individuos y la ambición de poder corporativa, como pueda ser la Iglesia católica, o burocrática, cuando el aparato del Estado toma las riendas de la política.
Teniendo en cuenta todos estos factores y a diferencia de las guerras que han asolado a la humanidad, excepción hecha de las revoluciones inglesas, francesa, norteamericana y soviética, la Segunda Guerra Mundial fue una guerra ideológica. La ideología, sus objetivos, destacan sobre los intereses económicos de la burguesía, a diferencia de las demás guerras en las que nunca destacó una razón o causa subjetiva ideológica. La conquista de territorios, el “espacio vital” será una justificación para legitimar la guerra, pero esa conquista de un imperio no era necesaria para la burguesía, como tampoco hubiera sido necesario el colonialismo, tan caro para los pueblos, si no hubiera habido detrás de ellos una cuestión de prestigio militar y moral. La guerra, como el autoritarismo en las familias y gobiernos, era una característica de los regímenes totalitarios porque necesitaban de la guerra y por lo tanto de la conquista, para mantenerse en movimiento y para mantener la dominación total sobre sus súbditos. Sin guerra esos regímenes se habrían desplomado porque carecían de futuro.
El motor de la guerra en el totalitarismo europeo fue ideológico, en el caso del Japón fue puro militarismo con una ideología totalitaria, porque sus enemigos eran la democracia y el comunismo. Un aspecto que quedó muy claro desde los orígenes del conflicto con la firma del pacto ideológico Antikomintern por Alemania, Japón e Italia, en 1936, sobre cuyos ideales se iba a construir el “Nuevo Orden” mundial, y al que se irían sumando países, como España, y por la respuesta ideológica y antiimperialista dada por Churchill y Roosevelt en la llamada “Carta del Atlántico”, 1941, a la que se adhirió Stalin, pero a la que no se adhirieron ni la Iglesia luterana ni la Iglesia católica.
En el pacto Antikomintern acordaron: “En reconocimiento del hecho de que el objetivo de la Internacional Comunista (el así llamado Komintern) es la desintegración de, y la preparación de actos de violencia contra, Estados existentes por medio de todos los medios a su disposición.
Convencidos de que tolerar la interferencia de la Internacional Comunista en los asuntos internos de las naciones no solo pone en peligro su paz interior y su bien estar social sino que amenaza la paz general del mundo.
Con el deseo de cooperar en la defensa contra la desintegración comunista, han acordado lo que se detalla a continuación. En la Carta del Atlántico acordaron, entre otros puntos: “Respetar el derecho de los pueblos a elegir el régimen de gobierno bajo el cual han de vivir, deseando que se restituyan los derechos soberanos y la independencia a los pueblos que han sido despojados por la fuerza de dichos derechos.
Restablecimiento, después de destruida la tiranía Nazi, de una paz que proporcione a todas las naciones los medios de vivir seguros dentro de sus propias fronteras, y a todos los hombres en todas las tierras una vida libre de temor y de necesidad.
Permiso a todos los hombres de cruzar libremente todos los mares, y abandono por todas las naciones del mundo del uso de la fuerza, prestando ayuda y aliento a todas las medidas prácticas que puedan aliviar de la pesada carga de los armamentos a los pueblos que aman la paz.”
Pongo el acento en el aspecto ideológico de la Segunda Guerra Mundial porque sus objetivos, no sólo de conquista, sino de destruir el sistema democrático y sobre todo los derechos individuales y de destruir la amenaza de la revolución proletaria integrando al proletariado en el Estado corporativo, ya habían sido elaborados a lo largo del siglo XIX por la Iglesia católica y por el hegelianismo en la Alemania luterana.
La primera voz que se levantó contra los derechos individuales fue la del papa Pío VI, quien en la Carta al Cardenal Rochefoucauld y a los obispos de la Asamblea Nacional 10 de marzo de 1791, escribió:
“A pesar de los principios generalmente reconocidos por la Iglesia, la Asamblea Nacional se ha atribuido el poder espiritual, habiendo hecho tantos nuevos reglamentos contrarios al dogma y a la disciplina. Pero esta conducta no asombrará a quienes observen que el efecto obligado de la constitución decretada por la Asamblea es el de destruir la religión católica y con ella, la obediencia debida a los reyes. Es desde este punto de vista que se establece, como un derecho del hombre en la sociedad, esa libertad absoluta que asegura no solamente el derecho de no ser molestado por sus opiniones religiosas. sino también la licencia de pensar, decir, escribir, y aun hacer imprimir impunemente en materia de religión todo lo que pueda sugerir la imaginación más inmoral; derecho monstruoso que parece a pesar de todo agradar a la asamblea de la igualdad y la libertad natural para todos los hombres. Pero, ¿es que podría haber algo más insensato que establecer entre los hombres esa igualdad y esa libertad desenfrenadas que parecen ahogar la razón, que es el don más precioso que la naturaleza haya dado al hombre, y el único que lo distingue de los animales?
¿No amenazó Dios de muerte al hombre si comía del árbol de la ciencia del bien y del mal después de haberlo creado en un lugar de delicias? y con esta primera prohibición, ¿no puso fronteras a su libertad? Cuando su desobediencia lo convirtió en culpable, ¿no le impuso nuevas obligaciones con las tablas de la ley dadas a Moisés? y aunque haya dejado a su libre arbitrio el poder de decidirse por el bien o el mal, ¿no lo rodeó de preceptos y leyes que podrían salvarlo si los cumplía?
¿Dónde está entonces esa libertad de pensar y hacer que la Asamblea Nacional otorga al hombre social como un derecho imprescindible de la naturaleza? Ese derecho quimérico, ¿no es contrario a los derechos de la Creación suprema a la que debemos nuestra existencia y todo lo que poseemos? ¿Se puede además ignorar, que el hombre no ha sido creado únicamente para sí mismo sino para ser útil a sus semejantes? Pues tal es la debilidad de la naturaleza humana, que para conservarse, los hombres necesitan socorrerse mutuamente; y por eso es que han recibido de Dios la razón y el uso de la palabra, para poder pedir ayuda al prójimo y socorrer a su vez a quienes implorasen su apoyo. Es entonces la naturaleza misma quien ha aproximado a los hombres y los ha reunido en sociedad: además, como el uso que el hombre debe hacer de su razón consiste esencialmente en reconocer a su soberano autor, honrarlo, admirarlo, entregarle su persona y su ser; como desde su infancia debe ser sumiso a sus mayores, dejarse gobernar e instruir por sus lecciones y aprender de ellos a regir su vida por las leyes de la razón, la sociedad y la religión, esa igualdad, esa libertad tan vanagloriadas, no son para él desde que nace más que palabras vacías de sentido.
«Sed sumisos por necesidad», dice el apóstol San Pablo (Rom. 13, 5). Así, los hombres no han podido reunirse y formar una asociación civil sin sujetarla a las leyes y la autoridad de sus jefes. «La sociedad humana», dice San Agustín (S. Agustín, Confesiones), «no es otra cosa que un acuerdo general de obedecer a los reyes»; y no es tanto del contrato social como de Dios mismo, autor de la naturaleza, de todo bien y justicia, que el poder de los reyes saca su fuerza. «Que cada individuo sea sumiso a los poderes», dice San Pablo, todo poder viene de Dios; los que existen han sido reglamentados por Dios mismo: resistirlos es alterar el orden que Dios ha establecido y quienes sean culpables de esa resistencia se condenan a sí mismos al castigo eterno.”
Esta condena de los derechos individuales fue mantenida a lo largo de los siglos XIX y XX, sin rectificación hasta el día de hoy, por todos los papas que calificaron esta nueva moral de los derechos individuales y la soberanía nacional de “modernidad”. La misma a la que Ortega se refería en el texto que he citado. A finales del siglo XIX el papa León XIII entres encíclicas “Libertas”, “Inmortale Dei” y “Rerum novarum” dio un paso más. En ese momento junto con los derechos individuales había surgido una nueva amenaza: la revolución proletaria. En ese momento este papa dio un paso más proponiendo la organización de un estado totalitario corporativo al sistema capitalista, en la “Rerum novarum” escribió:
(…)”Cuestión (la cuestión obrera) tan difícil de resolver como peligrosa. Porque es difícil señalar la medida justa de los derechos y las obligaciones que regulan las relaciones entre los ricos y los proletarios, entre los que aportan el capital y los que contribuyen con su trabajo. Y peligrosa esta contienda, porque hombres turbulentos y maliciosos frecuentemente la retuercen para pervertir el juicio de la verdad y mover la multitud a sediciones.
(…)Pues, destruidos en el pasado siglo los antiguos gremios de obreros, sin ser sustituidos por nada(…)
(…)3. Para remedio de este mal los Socialistas, después de excitar en los pobres el odio a los ricos, pretenden que es preciso acabar con la propiedad privada y sustituirla por la colectiva, en la que los bienes de cada uno sean comunes a todos, atendiendo a su conservación y distribución los que rigen el municipio o tienen el gobierno general del Estado. Pasados así los bienes de manos de los particulares a las de la comunidad y repartidos, por igual, los bienes y sus productos, entre todos los ciudadanos, creen ellos que pueden curar radicalmente el mal hoy día existente.
Pero este su método para resolver la cuestión es tan poco a propósito para ello, que más bien no hace sino dañar a los mismos obreros; es, además, injusto por muchos títulos, pues conculca los derechos de los propietarios legítimos, altera la competencia y misión del Estado y trastorna por completo el orden social(…)
(…)5. Pero lo más grave es que el remedio por ellos propuesto es una clara injusticia, porque la propiedad privada es un derecho natural del hombre”(…)
“Concordia, no lucha
14. Como primer principio, pues, debe establecerse que hay que respetar la condición propia de la humanidad, es decir, que es imposible el quitar, en la sociedad civil, toda desigualdad. Lo andan intentando, es verdad, los socialistas; pero toda tentativa contra la misma naturaleza de las cosas resultará inútil. En la naturaleza de los hombres existe la mayor variedad: no todos poseen el mismo ingenio, ni la misma actividad, salud o fuerza: y de diferencias tan inevitables síguense necesariamente las diferencias de las condiciones sociales, sobre todo en la fortuna. – Y ello es en beneficio así de los particulares como de la misma sociedad; pues la vida común necesita aptitudes varias y oficios diversos; y es la misma diferencia de fortuna, en cada uno, la que sobre todo impulsa a los hombres a ejercitar tales oficios. Y por lo que toca al trabajo corporal, el hombre en el estado mismo de inocencia no hubiese permanecido inactivo por completo: la realidad es que entonces su voluntad hubiese deseado como un natural deleite de su alma aquello que después la necesidad le obligó a cumplir no sin molestia, para expiación de su culpa: Maldita sea la tierra en tu trabajo, tú comerás de ella fatigosamente todos los días de tu vida. Por igual razón en la tierra no habrá fin para los demás dolores, porque los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles para sufrirse; y necesariamente acompañarán al hombre hasta el último momento de su vida. Y, por lo tanto, el sufrir y el padecer es herencia humana; pues de ningún modo podrán los hombres lograr, cualesquiera que sean sus experiencias e intentos, el que desaparezcan del mundo tales sufrimientos. Quienes dicen que lo pueden hacer, quienes a las clases pobres prometen una vida libre de todo sufrimiento y molestias, y llena de descanso y perpetuas alegrías, engañan miserablemente al pueblo arrastrándolo a males mayores aún que los presentes. Lo mejor es enfrentarse con las cosas humanas tal como son; y al mismo tiempo buscar en otra parte, según dijimos, el remedio de los males.
15. En la presente cuestión, la mayor equivocación es suponer que una clase social necesariamente sea enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiese hecho a los ricos y a los proletarios para luchar entre sí con una guerra siempre incesante. Esto es tan contrario a la verdad y a la razón que más bien es verdad el hecho de que, así como en el cuerpo humano los diversos miembros se ajustan entre sí dando como resultado cierta moderada disposición que podríamos llamar simetría, del mismo modo la naturaleza ha cuidado de que en la sociedad dichas dos clases hayan de armonizarse concordes entre sí, correspondiéndose oportunamente para lograr el equilibrio. Una clase tiene absoluta necesidad de la otra: ni el capital puede existir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. La concordia engendra la hermosura y el orden de las cosas; por lo contrario, de una lucha perpetua necesariamente ha de surgir la confusión y la barbarie. Ahora bien: para acabar con la lucha, cortando hasta sus raíces mismas, el cristianismo tiene una fuerza exuberante y maravillosa.
Y, en primer lugar, toda la enseñanza cristiana, cuyo intérprete y depositaria es la Iglesia, puede en alto grado conciliar y poner acordes mutuamente a ricos y proletarios, recordando a unos y a otros sus mutuos deberes, y ante todo los que la justicia les impone (…).”
“Patronos y obreros
16. Obligaciones de justicia, para el proletario y el obrero, son éstas: cumplir íntegra y fielmente todo lo pactado en libertad y según justicia; no causar daño alguno al capital, ni dañar a la persona de los amos; en la defensa misma de sus derechos abstenerse de la violencia, y no transformarla en rebelión; no mezclarse con hombres malvados, que con todas mañas van ofreciendo cosas exageradas y grandes promesas, no logrando a la postre sino desengaños inútiles y destrucción de fortunas.
Al hablar de la reforma de las instituciones, principalmente pensamos en el Estado; no porque de su influjo haya de esperarse toda la salvación sino porque, a causa del vicio del individualismo que hemos señalado, las cosas han llegado ya a tal punto que, abatida y casi extinguida aquella exuberante vida social que en otros tiempos se desarrolló en las corporaciones o gremios de todas clases, han quedado casi solos frente a frente los particulares y el Estado. Semejante deformación del orden social lleva consigo no pequeño daño para el mismo Estado, sobre el cual vienen a recaer todas las cargas que antes sostenían las antiguas corporaciones, viéndose él abrumado y oprimido por una infinidad de cargas y obligaciones. Es verdad, y lo prueba la historia palmariamente, que la mudanza de las condiciones sociales hace que muchas cosas que antes hacían aun las asociaciones pequeñas, hoy no las puedan ejecutar sino las grandes colectividades. Y, sin embargo, queda en la filosofía social fijo y permanente aquel importantísimo principio que ni puede ser suprimido ni alterado; como es ilícito quitar a los particulares lo que con su propia iniciativa y propia actividad pueden realizar para encomendarlo a una comunidad, así también es injusto, y al mismo tiempo de grave perjuicio y perturbación para el recto orden social, confiar a una sociedad mayor y más elevada lo que comunidades menores e inferiores pueden hacer y procurar. Toda acción de la sociedad debe, por su naturaleza, prestar auxilio a los miembros del cuerpo social, mas nunca absorberlos y destruirlos.
Conviene que la autoridad pública suprema deje a las asociaciones inferiores tratar por sí mismas los cuidados y negocios de menor importancia, que de otro modo le serían de grandísimo impedimento para cumplir con mayor libertad, firmeza y eficacia cuanto a ella sola corresponde, ya que sólo ella puede realizarlo, a saber: dirigir, vigilar, estimular, reprimir, según los casos y la necesidad lo exijan. Por lo tanto, tengan bien entendido esto los que gobiernan: cuando más vigorosamente reine el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, quedando en pie este principio de la función suplente del Estado, tanto más firme será la autoridad y el poder social, y tanto más próspera y feliz la condición del Estado.
36. Esta debe ser, ante todo, la mira; éste el esfuerzo del Estado y de todos los buenos ciudadanos, que, cesando la lucha de clases opuestas, surja y aumente la concorde inteligencia de las profesiones. La política social tiene, pues, que dedicarse a reconstituir las profesiones. Hasta ahora, en efecto, el estado de la sociedad humana sigue aún violento y, lo por tanto, inestable y vacilante, como basado en clases de tendencias diversas, contrarias entre sí y, por lo mismo, inclinadas a enemistades y luchas.”
Cuarenta años después, en el apogeo de fascismo el papa Pío XI ratificaría la necesidad del estado corporativo y lo dicho en la “Rerum novarum” con su propia encíclica “Quadragesimo anno”. Bien, en estas encíclicas están contenidos los mismos objetivos e ideología de los totalitarismos y si en el fascismo italiano se pusieron en práctica cediendo a la Iglesia católica la vigilancia de la moral y la educación de los niños y jóvenes, esto es el sistema ideológico del fascismo, en España, durante la Segunda República, el mejor representante de la Iglesia Católica y dirigente de la organización de las derechas españolas, C.E.D.A., explicaba su programa político apoyándose en la encíclica “Rerum novarum”, durante la campaña electoral de octubre de 1933, en un mitin en el teatro Monumental de Madrid, recordaba cómo sin necesidad de salir de la legalidad había sido vencida la coalición gobernante y propugnaba el mismo camino para reconquistar las posiciones perdidas. “Queremos una patria totalitaria y me sorprende que se nos invite a que vayamos fuera en busca de novedades, cuando la política unitaria y totalitaria la tenemos en nuestra gloriosa tradición”. Proclamaba la realidad de la unión de las derechas. ¿Para qué? “Para formar el gran frente antimarxista, porque la necesidad del momento es la derrota del socialismo”, finalidad a conseguir a toda costa. “Si hay que ceder se cede”. Y añadía: “No queremos el poder conseguido por contubernios y colaboraciones. El poder ha de ser íntegro para nosotros. Para la realización de nuestro ideal no nos detendremos en formas arcaicas. Cuando llegue el momento, el Parlamento se somete o desaparece. La democracia será un medio, pero no un fin. Vamos a liquidar la revolución.”
Y en otra ocasión añadió: “El corporativismo es una forma de democracia distinta a la predominante en nuestros días, que es la democracia liberal o inorgánica. Los sistemas demoliberales parten de la idea de que el individuo es un ser aislado, con tendencia a convivir, que libremente pacta con otros hombres y crea una sociedad concreta. El sujeto de la política es, pues, el individuo que ha sustituido a su comunidad. En consecuencia, no hay más técnica de representación popular que el sufragio universal inorgánico en el que cada individuo tiene un solo voto igual. Por el contrario, la democracia orgánica o corporativismo defiende que el individuo no es un ser aislado sino que está integrado en los órganos de la sociedad. Este tipo de democracia admite una pluralidad de cuerpos sociales intermedios tanto territoriales (municipio, comarca, región, nación, etc.) como institucionales (iglesias, administración, ejército, etc.) o profesionales (agricultura, industria, servicios, etc.). La diferencia entre estos dos tipos de democracia es obvia. En la democracia inorgánica o liberal, los individuos ejercen sus derechos a través de los partidos políticos, que no reconocen capacidad política representativa a los demás cuerpos sociales. Es más, es fácil que degeneren en partitocracia y que no defiendan los derechos de los ciudadanos sino los intereses de los partidos. Representan, en primer lugar, a la oligarquía del partido, y en segundo lugar, los intereses de su ideología, imagen, programa, etc. En cambio, un diputado orgánico, de un municipio o de un sindicato, representa unos intereses localizados y concretos. Además, no están sometidos a la férrea disciplina de un partido político y no corren el riesgo de que unas elecciones inorgánicas provoquen una revancha revisionista de los partidos opuestos, aún a pesar del interés general de la nación”.
En 1938, en plena guerra civil, el régimen franquista aprobaba el Fuero del Trabajo que se iniciaba invocando la “Rerum novarum” en el siguiente texto:
“Renovando la Tradición católica, de justicia social y alto sentido humano que informó nuestra legislación del Imperio, el Estado Nacional, en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la integridad patria, y sindicalista, representa una reacción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista, emprende la tarea de realizar- con aire militar, constructivo y gravemente religioso – la Revolución que España tiene pendiente y que ha de devolver a los españoles, de una vez para siempre, la Patria, el Pan y la Justicia”.
La guerra civil fue el mismo clero quien la califico de guerra ideológica en la carta colectiva firmada por los obispos españoles, en la que podemos leer:
“La guerra de España es producto de la pugna de ideologías irreconciliables; en sus mismos orígenes se hallan envueltas gravísimas cuestiones de orden moral y jurídico, religioso e histórico. No sería difícil el desarrollo de puntos fundamentales de doctrina aplicada a nuestro momento actual. Se ha hecho ya copiosamente, hasta por algunos de los Hermanos que suscriben esta Carta. Pero estamos en tiempos de positivismo calculador y frío, y, especialmente, cuando se trata de hechos de tal relieve histórico como se han producido en esta guerra, lo que se quiere -se nos ha requerido cien veces desde el extranjero en este sentido- son hechos vivos y palpitantes que, por afirmación o contraposición, den la verdad simple y justa.”