Más que salvar vidas humanas, los torturadores pretenden despojar a las personas de su auténtico yo para tener páginas en blanco sobre las que reescribir la historia.
Si la policía captura a una persona que sabe dónde se ha puesto una bomba que explotará en unas horas, ¿sería legítimo torturarla que confiese en dónde está el explosivo para salvar a decenas de niños?
La tortura queda justificada cuando se abusa de esta analogía, alejada de los hechos y de los escándalos más recientes de tortura que implican a países considerados Estados de derecho.
Desde hace siglos se han realizado cazas de brujas a partir de bulos y falsas informaciones. Víctimas en América Latina cuentan que sus torturadores no paraban cuando sabían que ya no quedaba nada que «confesar», sino que buscaban la traición a la familia, los amigos y las creencias, prueba inequívoca de lealtad a lo que más importaba: los «valores» oficiales de la nación torturadora.
Con 1984, George Orwell ya adivinaba la función de la tortura como engranaje de una maquinaria estatal que defendía a toda costa el pensamiento único. Aunque tomaba como modelo el totalitarismo soviético, la deriva del sistema neoliberal de hoy se asemeja cada vez más al terror que describía en su novela.
Sesenta años después de la publicación de 1984, la periodista canadiense Naomi Klein ha publicado La doctrina del shock, que aporta nuevas luces a la utilización estatal de la tortura. Su investigación asocia el shock que produce la tortura en los cuerpos humanos con el que producen las medidas económicas que adoptan los gobiernos, en especial los de corte neoliberal. Eduardo Galeano lo define de la siguiente manera: «la gente estaba en la cárcel para que los precios pudieran ser libres».
El ‘capitalismo de los desastres’ parte de la premisa de que los mercados «libres» liberan a la gente. Para implantar y extender ese modelo neoliberal, los políticos aprovechan la indefensión y la desorientación de las personas en momentos de crisis colectiva – económica, política, social, medioambiental – para implementar terapias de shock en el sistema económico.
La terapia de choque en lo económico y el uso calculado de la tortura tienen como objetivo común poner en blanco aquello sobre lo que operan. Es decir, economías liberadas de cualquier amago de intervención estatal para poder implementar auténticos modelos de libre mercados sin vicios. En los casos de las personas, «borrón y cuenta nueva», individuos reprogramados para que abracen la ideología del sistema. En Chile, la terapia de choque económico llegó de la mano de Milton Friedman y los Chicago Boys al mismo tiempo que las técnicas empleadas en los centros de tortura.
Para su investigación, Naomi Klein entrevistó a Gail Kastner, una de las «cobayas» o «conejillos de India» de la CIA. Transcurrían los años ’50 cuando la agencia de espionaje financió a un médico canadiense para que llevara a esos experimentos. Entre las técnicas empleadas en una universidad canadiense figuran privaciones en el sueño, aislamiento sensorial continuo, electroshock y el consumo de drogas alucinógenas.
Varios años después, la CIA tuvo que ofrecer un arreglo extrajudicial por un total de 750.000 dólares a los demandantes, que padecieron los efectos de la pretensión «científica» de construir personalidades a las que se podía reprogramar desde cero. La tortura experimental no reconstruyó a las personas, sino que las regresó a un estado infantil, de desentendimiento de la realidad, de ideas extrañas y tendencias auto-destructivas.
A pesar de la pobreza de los resultados, la CIA los tomó como religión en la paranoia de la Guerra Fría, cuando cabía la posibilidad de que espías y soldados norteamericanos cayeran en manos de soldados de países no-alineados o al revés. Por un lado, conocer los mecanismos de la tortura evitaba perder el control en una sesión de tortura. Por otro, permitía dominar sus técnicas para obtener información valiosa.
Hay similitud en las técnicas descritas en los manuales de tortura utilizadas por las dictaduras en América Latina y las que han salido a la luz desde la puesta en marcha de la guerra contra el terror. Demuestran que repetir una mentira no la convierte en verdad pero termina por creerse. Oponerse al cada vez más extendido paradigma del máximo beneficio le puede costar a un ser humano olvidar quién es tras interminables sesiones de tortura. Si no queremos que Big Brother nos coma, dejemos de relativizar o justificar la tortura.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista