Sociopolítica

Sicofantes, justicia y pacto educativo

No sé si se está al tanto del significado de la palabra «sicofante» (también «sicofanta»), pero era un término bastante empleado por los clásicos, griegos o latinos, para definir a un tipo determinado de individuo, uno que, quizás, hoy en día reciba varios apelativos, todo ellos peyorativos, pero que en la época de Platón o Aristófanes quedaba perfectamente identificado con el sello semántico de una voz tan sonora como eficaz. Platón, a menudo, luce el vocablo en sus obras más emblemáticas, al menos en La República, donde se empareja con personajes de lo más vil y despreciable, descubriendo con la escritura la maldad de un carácter. Es tan certero en el uso del lenguaje como denso en los conceptos que quiere transmitir, a lo que se une una calidad literaria difícil de encontrar en filósofos posteriores. No en vano es considerado el príncipe de la filosofía.

Sicofante es, por lo tanto, un embaucador, un calumniador, que no duda en venderse al mejor postor por el beneficio a conseguir. Alguien que construye la verdad a su antojo, que situado ante el espejo ve en sí mismo el reflejo de la realidad. En suma, la viva imagen de la impostura. En cualquier ámbito, siempre habrá un individuo que responda fielmente a esta descripción. Tal vez, por el auge del engaño y la malevolencia en los últimos tiempos, haya varios en un mismo sector. Existen en la economía internacional, en las gradas de lo político o en los mentideros de la prensa, distinguiéndose por una paciente espera. La espera de la oportunidad propicia para sus fines.

Uno de los ámbitos, en que se ha movido a su placer el sicofante, es la educación. Es una actividad en la que, por desgracia, su influjo ha sido tan intenso y enervante que ha terminado por modificar la integridad del concepto de enseñanza y todo lo que a ella se asocia. En ocasiones, las maneras y la jerigonza de la que se valen estos personajes, me recuerda a ciertos pasajes del Lazarillo, justamente aquellos en que se describen las andanzas y trapacerías de un buldero y un astuto alguacil, conchabados para obtener, mediante sutiles añagazas, el injusto provecho de sus falsedades.

A principios de la década de los 90 del siglo pasado, cuando ingenuidad y osadía parecían ir de la mano, la política educativa, a través de unos dirigentes no menos crédulos, pero, por ello mismo, tanto más responsables, se dejó seducir por los planteamientos de un reducido grupo de ideólogos de la educación, una comunidad de voluntades presidida por un dogma sectario. El fruto de semejante sometimiento fue una ley, la LOGSE, que marcó indefectiblemente una época y, con ella, el sino de una nefasta regresión en los niveles de conocimiento de generaciones y generaciones de jóvenes españoles.

Sin embargo, la casta de expertos educativos, lejos de menguar, siguió aumentando, en contraste con los pésimos resultados de sus proyecciones. La cohorte de sicofantes desoía el persistente mensaje proveniente de las estadísticas de allende las fronteras, puesto que a las nacionales hacía tiempo que ni les prestaba atención, exculpándose de su innegable responsabilidad en el desafuero. El embaucamiento del que había sido objeto la sociedad española era de igual calibre a la estafa cometida, pero lo que causa mayor desazón, visto en la distancia histórica, es la expresa renuncia a la justicia social.

Nunca habrá un verdadero pacto educativo hasta que la herida haya sido restañada. La deuda contraída por charlatanes, fementidos y falsarios con los agentes implicados en la enseñanza, y especialmente con los estudiantes patrios, algún día, más temprano que tarde, habrá de ser definitivamente saldada. No se puede ni debe permitir la execrable omisión de responsabilidad, ni mucho menos la complacencia de señaladas voces de la opinión pública. El desastre educativo tiene unas causas y, en su consecuencia, unos culpables directos. Se esconden tras los ropajes más variopintos, ocupando puestos inmerecidos en los estamentos políticos o aun en los administrativos, pero mantienen idéntica impostura en sus discursos y conductas. Son los sicofantes de la educación, parasitándola hasta la extenuación, creando confusión y descrédito entre los profesionales y menoscabando su necesaria autoridad.

Con todo, hay un núcleo original, intocable por el momento, que está dentro de la universidad. Se llaman a sí mismos «pedagogos» o «didactas», y conforman la última barrera, la que separa lo dogmático de lo racional, el fanatismo de la libertad.

La sociedad demanda un ajuste de cuentas, el gremio docente lo ansía y a la política de buena fe le urge la suficiente determinación y coraje para que se produzca la catarsis colectiva que se atisba en el horizonte.

Sólo es cuestión de justicia.

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.