El viernes pasado fue un día encajonado entre dos festividades vacías de contenido que los ciudadanos aprecian en tanto en cuanto posibilitan que un día laboral se convierta en ocioso gracias al “puente” que forman entre ellas. Lo más valorado de estas dos fiestas es esa facultad de enlazar una sucesión de fechas inhábiles laboralmente o, al menos, de servicios mínimos en empresas que no pueden cesar su actividad. Lo que en ellas se conmemora hace ya tiempo que se ha ido diluyendo en la insustancialidad al perder todo sentido para los ciudadanos e, incluso, para los poderes que debían significarlas y potenciarlas.
La celebración del Día de la Constitución sólo sirve para la representación de una clase política que en ese día le rinde un culto hipócrita, tras mantenerla arrinconada el resto del año con el incumpliendo de sus preceptos y valores. El Estado que define la Constitución de 1978, en su Título preliminar, como Social y Democrático de Derecho es continuamente -máxime en la actualidad- negado en la realidad al limitarse o eliminarse desde el Gobierno el contenido social de unos derechos reconocidos a los nacionales en relación al trabajo, la vivienda, la salud, la educación y la justicia, entre otros, imprescindibles para garantizar la igualdad y la libertad de los españoles.
Las “reformas” de todo tipo, en nombre de la sacrosanta economía, han venido a “reducir” estos derechos por parte de los mismos que, serios y circunspectos, declaran inmutable y llena de vitalidad una Constitución a la que desprecian con sus decisiones e iniciativas. Las prestaciones públicas que son la base de un Estado social son cuestionadas como gasto por esos políticos, “constitucionalistas” de boquilla, al objeto de liquidarlas por insostenibles, según parámetros mercantilistas. Es al mercado y no a los ciudadanos, en última instancia, lo que la Constitución protege y lo que mueve a emprender la única actualización del texto legal en los últimos años, al introducir la prioridad de atender la deuda del Estado antes que cualquier derecho garantizado por ella. Si la Carta Magna de un país se convierte en un listado de buenos propósitos que no obligan a los poderes públicos más que cuando afectan a los intereses del Capital, no es de extrañar que lo único que aprecian de ella los ciudadanos sea la posibilidad de descansar y enlazar días de asueto. Su contenido se ha vaciado de significaciones que comprometan ni al Gobiernos ni, por extensión, a la población. Se ha convertido en un símbolo hueco.
Tan hueco como el Día de la Inmaculada Concepción de María, otro dogma que la religión se empeña en mantener en su obsesión por considerar pecado todo lo relativo a las relaciones sexuales, aunque se vea obligada a modificar otras “creencias” antes indiscutidas, como la estrella que “guió” a los reyes magos, la improbabilidad de la burra y el buey en el portal de Belén y hasta la existencia del purgatorio en el imaginario sobrenatural. Ni a los más beatos de los feligreses les importa, a estas alturas, que una mujer pariera un dios conservando su virginidad divina, sino la posibilidad de librar otro día de descanso en el calendario laboral. Ya la Iglesia y sus representantes terrenales habían demostrado la falta de todo contenido esperanzador en la simbología trascendental con esa preocupación enfermiza sobre las cuestiones reproductivas humanas (virginidad, aborto, bodas, etc.) antes que a los problemas reales (trabajo, vivienda, usura de los bancos, esclavitud, etc.) que afectan a todos los ciudadanos, incluidos los católicos. Tanto es así que las únicas manifestaciones que se vieron acompañadas de obispos en este país fueron contra el aborto como derecho de la mujer, sin sometimiento a tutelas religiosas o médicas. ¿Cómo pueden todavía los “príncipes” de la Iglesia lamentarse desde el púlpito que la gente se dedique a sus pasiones antes que a los cultos dogmáticos en honor a una supuesta virgen?
No es la castidad lo que santifica al ser humano, sino la dignidad, la justicia y la libertad, junto al respeto y la tolerancia, valores de los que rehúye la Iglesia cuando amenazan su dominante posición “política” en los asuntos materiales, como es su “reino” en este mundo. Por ello, los ciudadanos disfrutan de estas fiestas porque representan días de descanso, sin cuestionarse ni por un segundo la oquedad de unos cascarones tan presuntuosos. El aire que contienen deja, al menos, momentos de respiro ante tantas tribulaciones e incertidumbres con que nos castigan estos tiempos de crisis y relativismo.