SIN IR POR MARES, PASÁ FORTUNAS. Refrán sefaradí.
Yo iba a cumplir seis añitos y no entendía nada. Nada se comentaba, en este país, España, que se debatía entre el hambre y la miseria. Hubiera sido bueno que alguien aconsejara esperar, que la cosa estaba en marcha y era cuestión de algunos años que Yerusalaim asumiera nuevamente la capitalidad de Israel. Yo no sabía nada, pobre de mí, y seguí jugando con mis palitroques, cañas y algún que otro botón del costurero de mi madre. Todo ello en el rellano de la escalera y junto al gato de tierna mirada y sarnoso aspecto. Los geranios en las macetas lanzaban gritos de alegría, pero a mí nadie me decía nada sobre el Israel que estaba renaciendo en esos momentos, aunque yo jugase ajeno a ello.
Imperdonable distanciamiento, suerte esquiva jugueteando con mi existencia, obligándome a crecer al mismo ritmo que Israel, pero lejos de él, como dos criaturas que caminan juntas pero separadas por un denso seto.
Bastante tenían ellos, como para venir a avisarme, como para llevarme en volandas hasta Ertez Israel, la tierra bendita.
Bastante habían padecido hasta coseguir lanzar al mundo la proclama orgullosa y feliz.
Pero hubiera sido bueno que los judíos españoles sin nombre, los desorientados, los medrosos, los castigados, los que poco a poco habían ido perdiendo su identidad, los que no habían tenido la suerte de emprender el peligroso camino de la huida y habían optado por el entreguismo, la humillación y el imprescindible cambio de nombre, de lugar de residencia, los que a todos los efectos no podían ni podrían considerarse ya judíos, hubieran tenido conocimiento del feliz hecho. En este oscuro país, España, de espaldas a la causa judía, todo era oscuro, tenebroso. No había más noticias que las generadas en el propio retrete del régimen. Poca prensa, prensa partidista, hoja parroquial; no había lectura, no había lectores.
Años más tarde, recién disfrutados mis primeros escarceos amorosos, cuando aún el correo lo seguíamos recibiendo violado y vejado, cuando lo recibíamos según de dónde, supe que Israel estaba allí. En los fotogramas que se proyectaban en la Casa Americana de mi ciudad, entre golpes, fintas y exhibiciones de Kid Gavilán, Ray Sugar Robinson, Archie Moore, Sandy Sadler y, luego, un joven Cassius Clay, pude contemplar las primeras imágenes de sionistas afanados en su labor de construcción, de roturado de tierras, entre nubes de polvo, sudorosos y de grandes y blancas sonrisas. Incluso llegué a deslumbrarme con un Ben Gurión de rápidos movimientos y mano frenética como las aspas de un ventilador, la cabeza cubierta por una nube blanquísima y ondulante al viento.
No los conocía, pero los imaginé firmando. Estaba en las últimas filas de la sala y el ruido del proyector me impedía oír con nitidez lo que se decía en la pantalla. Volví las tardes siguientes, durante casi todo el verano, a las cinco en punto, hora de apertura, a visionar el mismo documental hasta que fue sustituido. Curiosamente, recuerdo, la sala siempre estaba a medio aforo, ocupada en su mitad trasera: las primeras filas aparecían siempre desiertas. Aún siento los vellos como escarpias recordando los nombres de los que suscribieron el documento: Daniel Auster, Dr. A. Granovsky, Herzl Vardi, Fritz Bernstein, Rabí Yitzchag Levin, Golda Meyerson, Hacohen Fishman, Eliezer Kaplan, Berl Repetur, Mordejai Bentos, Rabí Wolf Gold, Elihau Dobkin, Rachel Cohen, Meir D. Lowestein, Najum Nir, David Tzivi Pinkay, Abraham Katznelson, Moderkhai Shattner, Itzjak Ben Tzvi, Meir Grabovsky, Meir Wilner Kovner, Rabí Kalman Kahana, Tzvi Luria, Tzvi Segal, Pinkas Aharon, Feliz Rosenbluoth, Ben Zion Stenberg, Elihau Berligne, Ytzjak Gruenbaum, Zerach Wahrhaftig, Saadia Kobashi, David Ben Gurión, Rabí Yehuda Leib, Zisling Moshe Kolodny, David Remez, Bekor Shitreet, Moshe Shapita, Moshe Shertok . La voz en off iba diciendo los nombres de forma cadenciosa, mientras la imagen de Ben Gurión, con el mentón levantado, ocupaba casi toda la pantalla.
Ahora, algo viejo, sabiéndome un canto rodado a la vera del camino, mis pulmones se hinchan de orgullo sólo cuando veo o pienso en mis hijos y nietos, cuando veo una imagen de Yerusalaim y cuando oigo la Hatikva.