El incremento del contingente militar con la excusa de mantener buenas relaciones con Estados Unidos aumentará el rechazo en la medida en que fracasen los supuestos objetivos de la ocupación: pacificar y exportar la democracia.
El Gobierno español anuncia el envío de 511 soldados más a Afganistán. Para 2010, el contingente contará con más de 1.500 efectivos. La mayoría se encargará de tareas de entrenamiento para que los afganos “puedan encargarse de la seguridad de su propio país”, según la ministra de defensa.
El argumento refuerza la imagen del ejército que el gobierno español ha querido dar entre la sociedad por medio de campañas televisivas.
“Mucha gente piensa que estamos allí repartiendo comidas y sonrisas en plan ONG, pero aquello es una guerra, y una guerra sucia, porque ellos no dan la cara: atacan y se refugian entre la población civil”, dice el soldado Rubén García López, que perdió una pierna y estuvo a punto de perder la otra en un combate hace dos años. “Sucia” para los ocupantes, que no califican igual los bombardeos aéreos indiscriminados.
No sólo en España se ven anuncios de televisión que muestran el intercambio de sonrisas entre un soldado y un niño en un territorio desértico, o el testimonio de un hombre en un idioma irreconocible con subtítulos que ensalzan la labor “humanitaria” del ejército. O a soldados-mujer que ayudan, codo con codo, a sus compañeros varones a reconstruir lo que, muchas veces, ellos mismos han contribuido a destruir en su lucha contra los talibanes. El periodismo incrustado permite al espectador presenciar en vivo la vida de los soldados en época de guerra, tendencia que comenzó entre las tropas norteamericanas en Irak. Los periodistas tardaban poco en sintonizar e identificarse con los soldados con los que convivían al grado de cooperar a la hora de censurar imágenes que “pusieran en riesgo la seguridad nacional” o, por lo contrario, de manipular información con fines militares.
La recurrencia a campañas de imagen debilita la legitimidad de enviar más tropas a zonas calientes desde donde sólo llegan imágenes de destrucción. Aunque el caos se atribuya a la “insurgencia” y la sobrecarga de violencia en las noticias mine la sensibilidad de los espectadores, la sociedad perderá la costumbre al escenario bélico y dejará de considerarlo inevitable. Cada vez hay más información sobre matanzas de civiles y otras violaciones de derecho internacional humanitario no sólo por parte de los talibanes y las fuerzas de la Coalición. También se conoce la creciente actividad de empresas militares privadas sin escrúpulos y con contratos millonarios para proteger al personal, además de supuestas tareas de ‘apoyo logístico’.
Como muchos otros soldados de distintas nacionalidades que han vuelto de Afganistán, el joven español se pregunta qué hace España en el país centroasiático. Cada vez se dificulta más una pretendida “reconstrucción pacífica” que necesitaría, como condición previa, un ambiente general de paz que fuera fruto de la justicia.
España y otros países han decidido darle un cheque en blanco al Premio Nobel de la Paz con apoyo militar a la OTAN. El incremento del contingente militar con la excusa de mantener buenas relaciones con Estados Unidos aumentará el rechazo en la medida en que se pierdan más vidas humanas sin que se cumplan los supuestos objetivos de la ocupación: pacificar y exportar la democracia.
El eventual traspaso de poderes del que hablan las fuerzas ocupantes no será sino un traslado de los fusiles, los helicópteros y el problema a los afganos una vez que hayan formado y entrenado al ejército nacional, con su correspondiente endeudamiento. El Gobierno central goza de escaso apoyo social en muchas zonas rurales, donde los talibanes han ganado popularidad por su contribución económica que proviene del cultivo del opio.
Se trata de una guerra de baja intensidad sin un enemigo convencional, con población civil de por medio que a veces no simpatiza con los ocupantes, y con una animadversión recrudecida entre grupos étnicos por su distinta afinidad a la presencia extranjera.
La invisibilidad del “enemigo” incrementa la necesidad de seguridad para las tropas, lo que refuerza la supuesta necesidad de aún más efectivos para apagar la “insurgencia”. Esta espiral favorece a quienes aportan “apoyo logístico” y seguridad para las tropas: empresas privadas que piden que no se les llame “mercenarios”, pues hiere su sensibilidad. Prefieren que se les llame “constructores de la paz”. Pero si se construyera una verdadera paz, se les acabaría el negocio.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista y Coordinador del CCS