Escribo este análisis con la intención y voluntad de contribuir de esta manera a que los republicanos españoles podamos entender y asumir la realidad catalana tal y como es, aunque nos gustara que fuera de otra manera.
Excepto el nacionalismo clerical del Partido Popular y la originalidad de Ciudadanos, el PSC está entre tinieblas con un pie en Cataluña y otro en España, si bien, se siente atraído cada día más por Cataluña, la realidad catalana es la que es porque todas sus fuerzas políticas están identificadas con la construcción de su propio proyecto nacional. Con argumentos constitucionales no se frena la voluntad de ser dueños de su propio destino. Con las bayonetas no creo que nadie, que no sea franquista de derechas o de izquierdas, esté dispuesto a construir España. Sería un fracaso.
Debemos asumir una palabra: “irreversible”. El proceso nacional catalán es irreversible. Será hoy o será mañana pero será. Fijaros solamente en un dato demográfico: la juventud catalana está toda ella ganada para construir su propia nación. Antes o después lo van a conseguir. ¿Qué hacer? Parece evidente que los republicanos tienen que tender puentes de amistad con los catalanes. De esa manera, desde la identidad de cada uno, podrán mantenerse las mejores relaciones en el futuro. Y, desde la diferencia, no tendremos que echarnos de menos. En cualquier caso, ante los acontecimientos políticos que están teniendo lugar en Cataluña, no olvidemos que están protagonizados por las fuerzas políticas catalanas, los republicanos españoles, los progresistas y la izquierda en su conjunto, con excepción del PSOE que ha tomado posición contra el proyecto de construcción nacional de las fuerzas catalanas, deben pronunciarse ante la situación política catalana. Mirar para otro lado sigue siendo un error político, ideológico e histórico.
Asumir su voluntad sería lo mejor para ellos y para quienes quieren construir una España republicana, no sobre el pasado ni sobre la tradición sino sobre una República basada en una comunidad de ciudadanos libres que tienen un proyecto propio de construir España, por primera vez, construyendo sobre los andamios que se pudieron durante la IIª República, cuya tarea de construcción de una nación moderna y no borbónica clerical, quedó abortada por la rebelión franco-clerical.
En ningún proceso de independencia la comunidad política que quiere independizarse utiliza argumentos históricos, ni tan si quiera razona en el marco constitucional creado por la nación dominante porque ese marco sirve para racionalizar, constitucional y legalmente, su posición dominante. La Constitución española, respecto a Cataluña, está al servicio de la lógica de la dominación.
Toda comunidad política que quiere tener su propia nación y Estado lo fundamenta en sus propios argumentos que no son otros que su voluntad de ser dueños de su propio destino. Cualquier fuerza política que niegue a esta comunidad ese derecho, basándose en su constitución, en su ley o en la fuerza, no hace otra cosa que imponer su voluntad para dominar a los otros. E imponiendo su voluntad nacional y constitucional lo único que prueba es que el “otro, la víctima de su agresión, no está integrado voluntariamente en su sistema constitucional y legal y por lo tanto no forma parte de la nación dominante.
Dicho esto, incluso recurriendo a argumentos históricos, constitucionales y legales, Cataluña es, desde sus orígenes, un Estado propio, una comunidad política propia, que coexistía en una realidad geopolítica en la que ni tan si quiera existía España. Porque ni España era ni tan si quiera un Estado bajo el dominio imperial romano, ni bajo la dominación de la horda visigoda. Ni lo fue durante la Edad Media, que fue cuando empezaron a construirse las estructuras de los Estados que se consolidarían en el Renacimiento, ni lo fue en la Edad Moderna bajo la monarquía absoluta de los Austrias y luego de los Borbones. Y sólo podría empezar a hablarse de orígenes, si acaso, de la nación española a partir de las Cortes de Cádiz.
Claro que llamar nación a una comunidad política construida por la aristocracia, el clero y luego por la burguesía en la que sólo votaban los más ricos, entre 150.000 y 4.000.000 en sus mejores momentos, excluyendo a los trabajadores y a todas las mujeres, como si éstas no fueran ciudadanos, a mí se me hace muy difícil afirmar que eso es una nación porque para que haya nación o se construye sobre una comunidad de ciudadanos libres –sufragio universal-, a la francesa, o se construye sobre una comunidad de ciudadanos sometidos al Poder, a la hegeliana o dictatorial. Y yo no creo que estemos dispuestos a construir España sobre el modelo hegeliano, prusiano o fascista. Espero que en esto estemos de acuerdo.
La IIª República se proclamó, sin ponerse a discutir si era o no constitucional con respecto a la constitución de 1876, sobre la base del consenso con las fuerzas políticas catalanas presentes en el pacto de San Sebastián, 1930, y en el Gobierno provisional. Consenso basado en aprobar el Estatuto de Cataluña. Lo que era lo mismo que reconocer el hecho diferencial de que los catalanes tienen identidad propia y, en consecuencia, nadie que no sea catalán puede sustituir su voluntad imponiéndoles la suya. El Estatuto fue el puente tendido para construir, en su momento, su nación. Así lo entendieron las fuerzas políticas catalanas, que es lo que debe tenerse en cuenta, y así lo entendió Azaña e incluso Prieto.
El puente fue demolido por la sublevación franquista-clerical contra la legitimidad republicana. Y fue precisamente, uno de los argumentos dados por los nacionalistas franco-católicos para legitimar su rebelión, impedir que ese puente hacia la independencia pudiera acabar de construirse. Franco impuso el nacionalismo español y la doctrina cristiana a todos los ciudadanos republicanos, incluidos los catalanes, cuya identidad nacional estaba asumida en el Estatuto.
La identidad no significa otra cosa que un hecho diferencial. Diferente de la identidad española. Y uno no puede tener dos identidades. A no ser que sea esquizofrénico. La constitución de 1978 hereda la nación española franquista y sin embargo reconoce este hecho diferencial al admitir que Cataluña es una nacionalidad. Si es una nacionalidad es que tiene identidad propia y es, por lo tanto, diferente a la identidad española. Por lo tanto, si los españoles pueden decidir sobre sus asuntos no pueden decidir sobre los asuntos de los otros.
En términos históricos, una realidad política es evidente: que Cataluña existe como comunidad propia mucho antes de que existiera España. Aún si aceptáramos, lo que es inaceptable, que España era Castilla, que era la monarquía de los Austrias o la de los Borbones, perpetuada, pasando por dos dictaduras, hasta hoy, Cataluña existió antes y por eso los Borbones destruyeron sus instituciones y leyes integrando los diputados de las Cortes catalanas en las Cortes, no de España, sino de Castilla, que es así como se llamaban las Cortes generales del reino de los Borbones. Porque España sería y fue un Reino no una nación.
Si nos situamos en una perspectiva constitucional, Cataluña ya tenía su propio sistema legal, sus propias Cortes, que identificaban su propia realidad política, ajena a la existencia o no de de España. Pero si nos situamos en la actual Constitución española, el sujeto de derecho no es el pueblo, que es un concepto abstracto, porque el pueblo no vota. Votan los ciudadanos porque son los únicos que tienen poder soberano por la sencilla razón de que ejercen su soberanía como representación fraccionada, en términos de Rousseau, y por lo tanto, en la comunidad política catalana, cuya soberanía está únicamente representada por su clase política en su Parlamento, un asunto que es de su competencia, sólo pueden decidirlo ellos porque expresan su voluntad ciudadana y colectiva, como pueblo. Cataluña, sobre sus ciudadanos y sus instituciones, ya está constituida en pueblo soberano. Por lo tanto otros pueblos que ejercen su soberanía en otra comunidad política, no pueden imponer su voluntad a los catalanes.
Cataluña ha existido siempre antes que España y no ha dejado de existir nunca jamás porque sus ciudadanos han tenido conciencia de ser catalanes y voluntad de ser nación.
La nación no puede formarse sin el consentimiento expreso de quienes la forman o desean formarla, por lo que la formación de las naciones, si la soberanía reside en los ciudadanos, requiere un pactum voluntario. De manera que, si una parte se impusiera sobre las otras establecería una posición de dominio sobre los ciudadanos y automáticamente se deslegitimaría así mismo, al romper unilateralmente el pacto.
Los clásicos ya se habían pronunciado en estos términos con la única excepción de que el término nación aún no se refería a una comunidad de ciudadanos libres sino al Estado en su forma de gobierno de monarquía absoluta, si bien entendían otras formas de gobierno alternativas como la aristocrática y la democrática o republicana.
Fue Rousseau quien fundamentó la nación en el pactum, pero antes que él la revolución norteamericana construyó su nación sobre el “consenso” entre las partes, que eran las diferentes comunidades, colonias o Estados sobre las que estaban tratando de construir la nación.
Con anterioridad, en los siglos XVI y XVII, encontramos esta teoría desarrollada de diferentes maneras. Como teoría de doble pacto entre dios y el pueblo, de una parte, y entre el pueblo y el monarca o gobernante, de otra. Du Plessis-Mornay, en “Vindicae contra tyranos”, Hotman en la “Franco Galia” y los jesuitas Suárez en su “Tractatus de legibus ac deo legislatore” o Mariana en su “De rege et regis institutione” reconocían el derecho de rebelión cuando el poder establecido, monárquico en esos casos, rompía el pacto.
En la misma línea de los jesuitas, durante la Segunda República española, el canónigo de Salamanca Aniceto de Castro Albarrán, justificaba en su libro “El derecho a la rebeldía” la rebelión contra el Poder y Eugenio Vegas Latapié, por otra parte, en su obra “Catolicismo y República” que incluía un apéndice del jesuita francés De la Taille titulado “Insurrección”.
Los planteamientos de estos autores por sus finalidades y objetivos reaccionarios nada tienen que ver con las naciones modernas y democráticas, todo lo contrario, sin embargo lo que nos interesa es que todos fundamentan en el pacto la legitimidad del Poder y el derecho de rebelión contra éste cuando no es representativo de los intereses de los gobernados.
Otros autores del siglo XVII, más fiables ideológicamente que los anteriores, volvían sobre la idea del pactum. Althusius en su “Politica methodice digesta” basaba en la idea del contrato la formación de los Estados, prescindiendo completamente de la autoridad religiosa. Es importante este planteamiento, precedido por Maquiavelo, porque la soberanía ya no tiene su origen en dios sino en los gobernados.
En esta misma línea se manifestaron Grotius, el mismo Hobbes, Locke, los “levellers” (niveladores) y los “diggers” (cavadores) encabezados por Winstanley. Y durante el siglo XVIII, siglo de las Luces, otros autores como Almicus y Heineccius, cuyos argumentos utilizó el tratadista español Joaquín Marín y Mendoza en su “Historia del derecho natural y de gentes” afirmaban que la sociedad no podía formarse sin el consentimiento expreso de quienes la forman por lo que la formación de los Estados requiere un pactum voluntario de las partes gobernadas. Y así hasta llegar al “Contrato social” de Rousseau.
Según Jefferson “una corporación de hombres ajenos a nuestras constituciones y no reconocidos por nuestras leyes” no pueden representarnos o, como diría James Wilson en “Considerations on the Authority” los poderes del parlamento se derivan enteramente de los de aquéllos a los que representa, si no se da esta condición fundamental ese parlamento no representa a aquellos sobre los que legisla, que es sobre los que descansa y en los que reside la soberanía.
Fueron los norteamericanos quienes “descubrieron”, y aplicaron, claramente que no hay otra soberanía que la del pueblo. Luego Rousseau expondría esta idea. La conclusión final, formulada por los norteamericanos, es que la ley debe estar sometida a la constitución y ésta al pacto.
La constitución, además, debe contener una declaración de derechos que va a ser el fundamento de su legitimidad. Este aspecto es fundamental para que una constitución sea democrática y tenga legitimidad porque tener, garantizar su ejercicio y consolidar los derechos individuales es la única garantía que queda para impedir que un político, elegido por sufragio universal, transforme la legalidad democrática en una dictadura, como hizo Hitler. Pero, ahora, no es en este asunto, que está presente en la argumentación, en el que quiero centrarme.
Basándose en el pactum, quienes no están de acuerdo en mantenerlo, los ciudadanos y las comunidades y nacionalidades que lo pactaron, son libres de abandonar el Estado en el que se integran, porque lo construyeron y construyen ellas y sobre ellas se construye. Porque ni el Estado es el Estado de una de las partes pactantes, ni una nación es la nación de las otras partes entre las que existen otras naciones, implícita o explícitamente reconocidas, por la sencilla razón de que la existencia de éstas es anterior al pacto, sobre el que se construye el actual Estado español, del que forma parte la nación española, pero que no es la nación española.
De manera que el pacto entre las partes del actual Estado parte del reconocimiento de la existencia, anterior al Estado actual, de la comunidad política catalana como nación, al ser nacionalidad, y de otras. Si no se reconociera este hecho, sería lo mismo que admitir que el Estado franquista, en el que sólo estaba representada una parte: el nacionalismo español, se ha conservado ideológica y estructuralmente igual que estaba. Admitir este hecho deslegitimaría al actual Estado y lo convertiría en una farsa fantasmal del franquismo. En cuyo caso podríamos recordar aquello de que “todo está atado y bien atado”.
Y como Cataluña forma parte consensuada del mismo Estado y conserva desde antes de la formación del actual Estado su identidad nacional, reconocida en la misma Constitución, que identifica y reconoce la existencia de pluralidad y otras identidades, y en su Estatuto, la misma Constitución debe facilitar a sus partes integrantes los instrumentos para, en el ejercicio de su voluntad o libertad, separarse del Estado y constituirse como nación independiente, con su propio Estado, si esa es su voluntad soberana.
Si el Poder, identificado con el nacionalismo español, viola la ley fundamental, la Constitución, su acto sería nulo. La libertad de los ciudadanos no puede ser oprimida. Su ejercicio, en cualquiera de sus manifestaciones, como libertad de expresión o libertad para decidir sobre su propio destino, está protegida por el fundamento de legitimidad de la propia Constitución: el reconocimiento de los derechos individuales. Contra este ejercicio sólo cabe un gesto dictatorial y contra éste una respuesta soberana: el derecho de resistencia a la opresión. Que muy bien podría darse siguiendo el ejemplo de Gandhi: desobediencia pasiva.
[Para la lectura de este artículo recomiendo escuchar: L’Estaca de Lluis Llach y Al vent de Raimon, y el himno de Riego]