Hablemos sobre el hombre en su sentido más radical. Esto, a la vez, significa hablar del hombre en su sentido más trágico. Porque muy probablemente sea el más puro, si no el único sentido del hombre; su natural tragedia.
El hombre es un ser sediento de vida en todo momento. Su alma pide a gritos, hasta desgarrarse su voz, una satisfacción, una fruición. Pero qué ocurre cuando se da la superación de éstas; he aquí el gran problema, el punto donde la ética y la felicidad son cuestionadas de forma subversiva. Por quién son subvertidas no es asunto que nos incumba ahora, aunque de seguro su elucidación sería placentera e imposible (el segundo rasgo posibilita el primero).
Porque fíjense ustedes que el inigualable placer que siente uno al filosofar no reside en su apego acuciante a la Verdad, ni siquiera en la esperanza
en resolver en pocos aforismos las primeras causas del mundo y las inquietudes de los hombres. Estas son cosas plausibles, pero no me bastan. Y por qué no me bastan, pues sencillamente porque son agotables y el proceso de realización de las mismas podría llevar, en su óptima versión, a una consecución de sus fines. Noten que aquí nos topamos con una paradoja de calibre incalculable. Mientras anhelamos y buscamos con ahínco esa Verdad absoluta que todo lo dilucide, esa Verdad que en todas las cosas trasluzca y que sea de ellas madre y diosa providente, mientras hacemos todo esto, aspiramos a negar nuestra propia acción. Aspiramos a, una vez descubierta esa verdad, a dejar de buscarla, dejar de anhelar, de querer saber. Nuestra sed vital de conocimiento se apagaría, obviamente, porque ya tendríamos lo que buscábamos. Pero, una vez aprehendida esta Verdad, ¿qué hacer con ella? ¿La escondemos en las tinieblas para volverla a buscar? Téngase en cuenta que el atributo primero de “verdad” es la “no falsedad”, por lo tanto toda parte de una “verdad” es verdadera, y por consiguiente todo lo externo a esa misma “verdad” es falso. En una “verdad” no sólo es verdadero su sentido esencial, aunque sea lo más importante. Para que una cosa, a mi modo de ver, sea verdadera, ha de saber sus relaciones con todas las otras cosas. Es decir, no sólo es verdad en sí misma, sino que es verdad su relación con a, con b, con c, con d, y así hasta el infinito… Por tanto, la Verdad es infinita. Es, más que eso, inaprensible, y en el caso de que se pudiera aprehender, no sería abarcable por el ser humano. He aquí un argumento terrible contra la Verdad Absoluta; no puede haberla, porque su existencia niega todo lo demás.
Con estos desesperados gritos de escepticismo no estoy negando lo necesario de esa búsqueda de la Verdad. Yo diría, a riesgo de sonar contradictorio, que la belleza de la filosofía consiste en la búsqueda de la Verdad a sabiendas de que no la hay, o al menos que no vas a encontrarla. El buen filósofo sabe que su actividad es un camino hacia la ignorancia. Creo que uno puede afirmar su carácter filosófico cuando es capaz de aceptar esta premisa. La filosofía no es nada separable de todo lo demás, ni mucho menos tangible, no es un cuerpo homogéneo. No cesaré en mi empeño por reivindicar la filosofía como un carácter, una forma de vida. Sin duda la más bella que pueda haber, porque es la más fiel, la más sensata. Es la única que no se insulta a sí misma, es la única con la que podemos decir que hacemos sexo con nosotros mismos. Las demás ciencias, las demás disciplinas, son prostitutas de sí mismas. Quizás no sea descabellado admitir que la filosofía es un acto de onanismo intelectual.
En realidad el verdadero motivo de esta nota (como llama Borges a sus doctos ensayos) está un poco alejado de estas disquisiciones. Pero es muy difícil, para el escritor apasionado, centrar el asunto de que quiere hablar. Ahora voy a intentar expresar lo que de este artículo considero principal, y es, como indica su título, una apreciación sobre la naturaleza humana.
Creo que es indudable, y en esto Descartes hizo su gran aportación, que los seres humanos somos entidades pensantes y que, por tanto, tenemos conciencia de un “yo”. Más correctamente, de nuestro yo. Se dice de nosotros que somos sujetos, y ésta es una denominación muy justa. Muchas veces he meditado la paradoja de salirme de mi yo, de irme al yo de otra cosa. Por ejemplo, irme al yo de una piedra. Pero esto que aventuro es una imposibilidad, absolutamente. En el momento en que pensamos, en que elaboramos juicios, ya está actuando un “algo” en nosotros, independientemente de lo que digamos en estos juicios. Yo puedo perfectamente clamar: “No soy una persona, soy una piedra”. Esta muy bien, es un juicio de valor, pero su dicción ha sido hecha por una entidad pensante, que es mi yo. No obstante, esa imposibilidad de realizarse no le resta parte de su diversión a la paradoja. Es más, la recomiendo al alma aventurada, al pensador obsesivo. Se dará cuenta de hasta qué punto somos esclavos de nosotros mismos. ¿Quién no ha deseado alguna vez desaparecer? Ante una situación incómoda, ante una experiencia inaguantable, ¿quién no ha deseado con toda su alma “no ser” por un tiempo? Pero al punto se descubre nuestra dependencia absoluta de nosotros mismos. No sé hasta cuándo. No sé si hasta la muerte, o si en ella pervivirá nuestro yo. Yo ahora le preguntaría a Ortega, a propósito de su célebre aforismo: “Los hombres están forzados a ser libres”. Ante esto, yo me y le pregunto: “¿Hasta qué punto esa libertad no se revuelve en forzosidad? ¿Hasta qué punto esa libertad no es un puro esclavismo por el mero hecho de ser “siempre” libertad? Pero hasta que me encuentre con el Alma-Ortega en el cielo platónico habré de sobrevivir y batallar con esta duda.
Queda claro (increíble lo irónico de este adjetivo, moviéndonos en estas auténticas arenas movedizas conceptuales), por de pronto, el carácter consciente del ser humano, consciente, claro está, de su yo. Aceptando esto (y si utilizo esta expresión es porque sé que todas las cosas dependen de su condición), me parece forzoso y necesario que la naturaleza del hombre sea egoísta en todas sus manifestaciones.
Antes de desarrollar esta tesis, debo hacer alguna aclaración. Reconozco la vaguedad del término “naturaleza” en el sentido en que lo estamos utilizando. Por definición, lo natural de una cosa significa aquello que sobrevive a su cambio. Es decir, la naturaleza de un elemento es la parte que se mantiene constante, mientras que las otras partes de dicho elemento varían. Pero, en último término, el elemento es todo él uno, no se limita a su naturaleza. También incluye la variedad. A mí me cuesta reconocer que el ser humano tenga algún tipo de naturaleza. Podemos hablar de naturaleza física, pero esto me parece una torpeza. Y menos podemos hablar aún de naturaleza espiritual, dado el imprevisible comportamiento que desvela todo ser humano. Personalmente, prefiero pensar que tenemos historia. Somos seres históricos, porque lo único que nos define son instantes en el tiempo. Ese tiempo que fue, será, pero nunca es. ¡Quan esquivo es un instante! ¡Qué ardua su delimitación! ¿Cómo hablar de naturaleza cuando nos movemos entre cosas que fueron, cosas que serán, pero que nunca aceptan un “son” sosegado y amable?
Después de este pequeño excurso en el que no he podido evitar un humilde juego de tiempos verbales, al modo de Quevedo, toca centrarnos (lo que llevo intentando hacer desde el principio, y que creo ya no voy a conseguir). Afirmaba, pues, la naturaleza/historia egoísta del ser humano. Y para aclararlo, dije que eran sus manifestaciones las que califico de egoístas. Siento mucho dirigirme en tales términos para la mente obstinada que no puede considerar el egoísmo como otra cosa que un defecto. Yo, muy al contrario, la considero la más hermosa virtud, porque es la que mejor nos define. Creo que en este mundo que percibimos, mediado intrínsecamente por un yo constante, el egoísmo se impone obligatoriamente. Nuestra conducta tiene un carácter obligadamente personal, del que es imposible librarse, como decía antes con el ejemplo de la piedra. Entonces, ¿por qué considerar vicio a la persona que hace honor a su condición y se preocupa por sus asuntos, por su yo? El ser humano quiere lo mejor para sí, no para el otro. Ocurre que lo mejor para el otro pasa a ser, en la mayoría de los casos, un motivo de satisfacción para el yo. Pero, ¿no es esto un absoluto egoísmo? Todo voluntario que viaja a un país subdesarrollado a realizar honorables labores humanitarias; ¿no está actuando en pleno egoísmo? ¿No es este egoísmo tan noble, que enriquece a la humanidad? Quiero romper con estas palabras el tópico de la deferencia, la solidaridad, o los absurdos valores cristianos. La humildad, la pobreza, la solidaridad altruista… ¿qué sentido tienen? El único sentido es el del yo, un yo trágico y egoísta. Esos sentimientos, que acaso existen (por supuesto que existe la empatía, el gozo por la solidaridad), tienen su nacimiento y su muerte en el yo. Con todo esto, pocas figuras me parecen tan incoherentes como el héroe cristiano santificado, y peor aún, la hipócrita figura del Santo Pontífice.
Después de esta vindicación del egoísmo, como absoluta virtud, como condición sine qua non del hombre, doy por finalizada esta marea de pensamientos intempestivos, para decirlo con Nietzsche. Y sin más, dejo a mi “yo” que siga su camino incierto, su decurso trágico. Porque ahora que lo pienso, ¿qué otra cosa es la vida, sino volver a la muerte, de donde todos venimos y a quien todos tememos, siendo de lo poco común noticiable de nuestra historia?