Y los que digan que esto no les preocupa nada, o mienten o son unos estúpidos, unas almas de corcho, unos desgraciados que no viven, porque vivir es anhelar la vida eterna… MIGUEL DE UNAMUNO.
En esta disertación me propongo hablar de ese término tan difuso, debatido y problemático, que es nada y más y nada menos que la “religión”. Y voy a hacerlo desde una doble perspectiva. Primero ensayaré mi humilde visión sobre el tema. Luego haré una reivindicación a nivel social y político.
Siempre es difícil hablar de conceptos tan omnímodos. No sólo la historia del concepto “religión” se extiende hasta cotas que ahora mismo mi mente no alcanza, sino que su dimensión moral y abarcadora de tantas connotaciones sociales, políticas o filosóficas dificulta un trato limpio con el término. Afrontando este duro reto, y no sin cierta libertad premeditada, voy a exponer unos ligeros trazos de mi opinión al respecto.
Entiendo la religión como una dimensión moral. Pero no una dimensión cualquiera. Como su propio nombre indica, y como sabemos por su etimología latina, la religión nos hace estar “re-ligados” a algo, nos hace estar indisolublemente anclados a algo. A lo que nos re-liga es a nuestra transcendencia. Por el mero hecho (que no es baladí, ni mucho menos) de saberse existir, el hombre acepta la existencia de un hado, inaprensible a priori, que no puede aprehender, que le excede. Dudo mucho que haya una sola persona que no haya cavilado nunca su existir, preguntándose y consternándose acerca de la existencia de un ente que haya podido, si no crear, al menos subyacer a todo “ser” humano. Nótese que lo que estoy utilizando aquí por “transcendencia” es mucho más sencillo que lo postulado tradicionalmente en la escuela filosófica. Giordano Bruno negó la transcendencia divina, pero no me refiero a la transcendencia o inmanencia de un Dios (tema muy sugerente a tratar). Me refiero con transcendencia a algo cotidiano, casi trivial; al mundanal hecho de que todos nos preguntamos alguna vez, unos más lúcidamente que otros, por un “porqué” radical, una causa primera; algo que nos transciende.
Sea dicho que el Romanticismo, verbigracia, nos sirve para entender mejor esta idea. Después de un período ilustrado en el que el mundo intelectual y político se vuelca ciegamente ante una razón universalista y científica, a principios del siglo XIX el movimiento romántico hará una sincera vindicación de la subjetividad humana. El Romanticismo que postuló Schiller, en tanto fundamento filosófico, que pintó Turner o Friedrich, o que exaltó Beethoven significa un posicionamiento del hombre ante si mismo. El ser humano ya no se ve como parte de un sistema mecanizado en el que ha de amoldarse a unos valores y unos juicios preestablecidos (hago mención aquí, irresistiblemente, al gran científico y pensador que fue Newton). Aunque honorable en su labor, el que dotara de base a la física moderna olvidó el sentido trágico y la verdadera naturaleza del hombre. Una pasión primera, en lucha eterna entre el placer físico y el goce contemplativo, se antepone a todo dogma moral. Los cuadros de Turner nos muestran paisajes que atormentan y que nos informan del propio tormento que sería el alma del pintor. El Romanticismo es un canto a lo más íntimo del hombre, que excede por definición a todo orden racional. Lo caótico se convierte en la sublimación de la existencia. Como dice Schelling: “Lo siniestro (Das Unheimliche) es aquello que, debiendo permanecer oculto, se ha revelado”. A mi modo de ver el hombre debiera revelar lo siniestro, porque le guste o no, es lo que le hace ser quién y cómo es. Los cuadros de Goya nos ofrecen dioses que devoran a sus hijos, nos ofrecen aves despedazadas, brujas en aquelarre… no hay nada de racional u ortodoxo en esto, pero el que fuera la antesala del Romanticismo era consciente de que la naturaleza del hombre es por sí misma caótica, y nada hay más sincero que mostrar esto subjetivamente, enalteciendo nuestra condición de seres que imaginamos un mundo. Lo que intento decir con esto es que ese imaginario cultural que creamos excede a la pura materia, y por tanto no es ilícito tener una sincera creencia en una transcendencia (en el sentido que utilizaba antes). Esta es una razón por la que alabo la iconografía cristiana y su filosofía, porque es consciente de que el hombre, por el mero y banal hecho de pensar, ya va más allá de esta tierra que pisamos, de esto que olemos o aquello que vemos.
Pues bien, la religión cumple ese ámbito transcendente del ser humano. A su favor recordaríamos que dicha religión se ha prodigado durante toda la historia en arte. No hay más que acudir a la imaginería española de Pedro de Mena, valga como ejemplo. El cristianismo nos vincula a un Dios omnipotente y providencialista, y lo hace afirmando nuestra condición de “pecadores”. La discusión reside en el nivel de humanización de ese Dios. Sin duda, la idea de un alma universal que se despliega por todas las almas individuales, y que no es ella sin ellas, y que nos conforma hasta el punto de que somos más suyos que nuestros, no parece descabellada. Al contrario, me parece muy oportuna y elegante. Ahora sí que cabe resurgir a Bruno de sus cenizas; como ya he dicho, su idea de la inmanencia divina es de lo mejor que ha producido el Cristianismo (obviando ahora a San Agustín). No menciono el Judaísmo ni la religión musulmana, que en este sentido monoteísta y transcendente son similares al Cristianismo. Allá en el oriente no es menos destacable el Budismo, doctrina mucho más naturalista, aunque comparte con el Cristianismo ese carácter transcendente.
Lo que yo deseo es una mayor amplitud de miras con la religión, es decir, no limitar su ámbito al carácter divino o litúrgico, palabras demasiado cargadas de tradición peyorativa. Todos somos, en cierto sentido, religiosos. El hacer de ese desprecio a la religión un revulsivo social, o una virtud a nivel personal, me parece detestable. Una falta de pensamiento crítico. Moviéndome ahora en sensaciones personales, digo que detesto el típico ateo estúpido y engreído, tanto o más como el ministro que pretende hacer de la religión un adoctrinamiento social.
Hilando con esto último, es momento de hacer esa reivindicación antes referida. Más que una reivindicación, una denuncia. No son pocas las voces que piden un estado laico, una separación absoluta entre política y religión e incluso una disolución de las prácticas religiosas en lugares públicos. Secundando todas esas ideas, que acaso me satisfacen, quiero ir un poco más allá. Me propongo llegar al fondo de la cuestión.
Podría decirse que voy a tratar el tema de modo filosófico. Y me gustaría antes que nada dejar claro lo que entiendo por filosofía, porque creo que no hay término más ambiguo en el lenguaje castellano (si no en todo lenguaje existente). Lo que entiendo por filosofía es un saber radical. De forma rápida; cualquier tema puede tener distintos análisis, desde el más puramente científico, hasta un análisis histórico, psicológico, social o el que fuere. El análisis filosófico sería el que tiene una visión obligadamente heterodoxa sobre el tema, es decir, lo coge a oscuras. Cuando queremos filosofar, lo mejor es olvidarnos de todo lo que sabemos, porque posiblemente lo que sepamos sea muy poco o esté muy poco claro. Como diría Ortega, los saberes filosóficos, que son los fundamentales (con esto no digo ni mejores ni peores, sino eso mismo, fundamentales en tanto que causas radicales), están a la mano, y no hay que hacer excesivos esfuerzos de memoria para obtenerlos.
Toda religión propone una doctrina moral, encaminada a la vida de los individuos, con el fin de mejorarlas y hacerlas éticamente buenas. Esto creo que es indiscutible y basta de poca argumentación. Pero otra cosa que las religiones postulan es (y mucha gente lo olvida) una cosmogonía y una visión del mundo. El Cristianismo, por seguir con el mismo ejemplo, afirma que Dios es la causa primera y que lo que había antes de él es incuestionable puesto que él es lo primero y lo último. Además, de su providencia depende el resto de la humanidad de modo determinista. En una palabra, para los cristianos somos marionetas de Dios (caricaturizando un poco la cuestión) y nuestra conducta no responde a otras motivaciones que al dictamen divino. La historia es una redención del carácter pecador de todo lo humano, y el día del Juicio Final todo será devuelto al señorío y la totalidad de Dios, que lo es todo y en todo está. Esto que acabo de describir es una visión del mundo que abarca su origen, su decurso y su fin. Pero es “una” particular y, por supuesto, cuestionable. Hay muchísimas cosmologías. La ciencia la intenta desde un punto de vista puramente natural, mientras que las religiones lo hacen apelando a lo divino o sobrenatural.
El error en que incurren la mayoría de los Estados actuales es convertir esas cosmologías (el ejemplo más claro es el Islamismo, en menor medida el Cristianismo), que son opcionales, en doctrinas inapelables para la educación. Los niños son seres sorprendidos constantemente con el mundo y sus misterios. Tienen una capacidad imaginativa sin límites y lo más importante; son flexibles en sus pensamientos. Conforme avanza la edad se hacen (nos hacemos) menos imaginativos y más dogmáticos. Pocas cosas hay tan miserables y crueles como negar a los niños esas inquietudes. Porque la religión cristiana (ahora concreto) es una teoría del cosmos, acabada y refrendada por dos mil años de historia, que solventa esas preguntas de los niños. No digo que el Cristianismo sea una mala propuesta (eso ni lo sé ni creo que sea importante), lo que denuncio es que se eche a perder esa fuente de imaginación que son los niños, adoctrinándolos de manera patética con las Sagradas Escrituras. Eso ya tendrán tiempo de descubrirlo, cuando aclaren su pensamiento (si es que eso se puede aclarar) y tengan la capacidad de elegir qué les conviene más en su vida.
Por esta razón defiendo el estado laico. La educación es la creación de nuestro destino. Si la enfocamos con una pronta negación de lo que más nos inquieta, no nos queda más que dogmatismo y extremismos religiosos.