Cuanto más se distancia en el tiempo el esperpéntico congreso de los socialistas españoles, mayor es la sensación de que su celebración no ha servido para nada. O que, en todo caso, ha servido para perjudicar el relanzamiento de un partido otrora imprescindible, pero que hoy navega al pairo, de derrota en derrota, por todas las elecciones que, desde la crisis para acá, se han convocado en España. Del cónclave sevillano, aparte de los navajazos apenas disimulados entre facciones, no han surgido líderes ni ideas que encandilen a una población ansiosa por vislumbrar el rumbo hacia un futuro inmediato donde las políticas de izquierdas vuelvan a ser hitos de progreso.
La sensación resultante es que, de no producirse un milagro -encarnado en personas y proyectos ilusionantes-, el histórico Partido Socialista Obrero Español (PSOE) parece abocado a ser cada vez más irrelevante, con tendencia a fragmentarse en formaciones testimoniales (Rosa Díaz, v.g.) que disputarán su espacio de centro-izquierda. Ese es el enorme peligro que no conjuran quienes se han mostrado incapaces de asumir, en primer lugar, la responsabilidad de plantar cara, con medidas viables y no frases publicitarias, a los graves problemas que han sumido a España en una parálisis letal de la actividad económica, ocasionando más de cinco millones de parados y el anuncio de “ajustes” que aumentarán esa cifra, y en segundo lugar, de configurar -necesidad instrumental pero perentoria- una sólida alternativa en disposición de reemplazar y responder a los más que probables errores o insuficiencias, dado el sesgo ideológico, de la acción de Gobierno.
El PSOE ha desperdiciado energías en unas elecciones primarias que, en vez de visualizar las potencialidades existentes en su seno, ha aireado las rencillas internas y la confrontación insustancial sobre la juventud y la veteranía de los candidatos o las simpatías y adhesiones que despiertan en los “referentes” del partido. Un debate tan insulso que, hasta en la votación, el mayor interés informativo residía en el grado de acierto de los pronósticos que aventuraban los apoyos de uno y otro contendiente y su reflejo en el voto de los delegados. De hecho, lo único que han demostrado estas primarias es que, contra lo creído, ni Cataluña ni Andalucía son suficientes, a pesar de su peso, para garantizar ningún resultado “a priori”, puesto que en ambas federaciones el voto tampoco es homogéneo y sirve más bien para ajustar cuentas con los secretarios provinciales.
Pero, más allá de una desvaída demostración de democracia interna, las primarias del PSOE han revelado la fractura generacional existente en el liderazgo de un partido centenario, con serias dificultades para la “natural” regeneración de sus ”monstruos” sagrados, y lo que es más grave, un preocupante agotamiento de ideas y proyectos adecuados a una realidad distinta de la fundacional de la socialdemocracia, propuestas y programas con los que enfrentarse a unas dificultades y problemas inéditos, inabordables con las recetas de antaño. La crisis económica ha demostrado la necesidad de soluciones más ambiciosas que la simple defensa de un Estado del Bienestar que se instauró tras la II Guerra Mundial. Y aunque hay poderosísimas fuerzas empeñadas en el desmantelamiento de ese modelo de sociedad por otro basado en el liberalismo económico y social, el descrédito del PSOE no es atribuible en su totalidad a la crisis, sino a las medidas adoptadas por un socialismo que se comportó como lo haría la derecha: derogando derechos y aceptando las condiciones impuestas por el mercado, justo lo contrario a su esencia ideológica, movido por la ausencia de un recetario actualizado con el que hacer frente a los retos de un mundo globalizado.
Esa aridez de recursos es lo que les lleva a preferir la vieja guardia del partido frente a las aventuras en el liderazgo y el rescate, aunque aconsejable, de vetustas aspiraciones de laicidad radical del Estado en sus relaciones con la Iglesia (denuncia del Concordato) a las que, cuando pudieron, no satisficieron. Es como, si a estas alturas, reclamaran el republicanismo de la Jefatura del Estado después de estar gobernando durante décadas una monarquía que nunca cuestionaron.
Anclado en el pasado, el socialismo español, como el socialismo en general, pierde atractivo salvo entre los canosos fieles a las siglas, alejándose cada vez más de una juventud que sigue manifestando su disconformidad por calles y plazas ante las injusticias que observa en el presente y la negrura del futuro, unas mujeres que lo de “género” les resulta a veces mera disquisición semántica pues siguen sufriendo la supremacía masculina en casi cualquier orden de la vida, y unos trabajadores que, en vez de verse protegidos por quienes dicen velar por los desfavorecidos, son traicionados con las actuaciones gubernamentales que aplican lo que dictan el capital y el mercado.
La desconfianza que ha provocado la desafección de millones de votantes es lo que ha llevado al PSOE a la oposición y ha aupado al Partido Popular, sin exponer ningún merecimiento, al poder. Y no la crisis… únicamente. De todo ello se podría haber debatido durante el último congreso socialista para alertar de la aparición de una sociedad “eviscerada”, en la que -como advierte Tony Judt- la prestación de cualquier servicio lo “suministra” un intermediario privado, pero se ha optado por hacerle el juego a la derecha y alimentar el miedo y la inseguridad, cuyos resultados ya padecemos con la pérdida de libertades (y servicios públicos) en aras de una “seguridad” que Rajoy se apresura a garantizar con sus famosas reformas estructurales. Y en eso estamos