El desencuentro entre ciencias y letras se podría traducir en la oposición de la ciencia económica de los datos y el arte político de la interpretación. El verdadero desafío de nuestro tiempo consiste en interpretar para obtener experiencias a partir de los datos y sentido a partir de los discursos. Y es aquí donde las ciencias humanas y sociales se hacen valer como especialistas de sentido, como saberes que producen y evalúan significación.
La mayor parte de nuestros actuales debates no giran en torno a datos e informaciones sino sobre su sentido y pertinencia, es decir, acerca de cómo debemos interpretarlos, sobre lo que es deseable, justo, legítimo o conveniente. Contra la reducción de la inteligencia a una lectura de datos o a la aceptación de formas predefinidas, es necesario subrayar que el saber requiere libre acceso a la información, pero también capacidad de eliminar el «ruido» de lo insignificante. Más que almacenar, lo decisivo es interpretar la información.
Desde el imperialismo de las ciencias de la universalidad, la intuición interpretativa ha sido presentada como una forma menor de conocimiento, cuando no algo completamente irracional. Pero la experiencia nos muestra que no es sensato prescindir de estos modos de conocimiento, especialmente en contextos de gran complejidad. Si pensamos en casos como la crisis provocada en buena medida por la matematización de la economía o en los desequilibrios ecológicos que implican ciertas tecnologías, lo que tenemos es un cuadro muy contrario: las pretensiones de exactitud han dado lugar a decisiones irracionales y solo las culturas de interpretación han conseguido corregir su inexactitud social. La intuición interpretativa que practican las humanidades tiene un enorme valor en espacios de gran incertidumbre.
Cuando las certezas son escasas, hacerse una idea general es más importante que la acumulación de datos o el examen pormenorizado de un sector de la realidad. Las interpretaciones generalistas orientan mejor que el saber especializado. Esta es la razón por la cual lo más demandado es adivinar el futuro. Las preguntas más inquietantes que nos planteamos tienen que ver con el posible devenir de las cosas (¿cuándo saldremos de la crisis?, ¿cómo va a evolucionar el terrorismo?, ¿de qué manera se comportarán los electores?). El saber de mayor utilidad no es el que se refiere a una utilidad inmediata o sectorial, sino el que permite hacernos una idea general de lo que va a suceder y gracias a lo cual podemos anticipar, prevenir, favorecer o asegurar.
La interpretación tiene además un especial valor en contextos dominados por la rapidez y el automatismo. Vivimos en unas sociedades en las que los flujos comunicativos nos atraviesan permanentemente. Esa sociedad de flujos requiere filtros para evitar ser arrollado por la información sin sentido o el cliché banal. La verdadera soberanía epistemológica consiste en interrumpir, no reaccionar mecánicamente, no responder rápidamente al mail, resistir contra la aceleración, escapar del esquema estímulo-respuesta, no contribuir ni al pánico ni a la euforia, establecer una distancia, una dilación, posponer la respuesta y posibilitar incluso algo nuevo e imprevisible.
Nuestro destino colectivo está íntimamente ligado a la capacidad de interpretar nuestros hábitos cotidianos y nuestras necesidades, depende más del acierto a la hora de interpretar qué es una vida propiamente humana que de manejar los datos observables.
Si concebimos nuestras sociedades democráticas como sociedades que se interpretan a sí mismas, entonces tenemos mayores posibilidades de escapar del paradigma dominante que entiende la sociedad del conocimiento como el encuentro vertical entre los expertos y las masas. Puede entenderse la democracia como aquel sistema político que parte del presupuesto de que todos somos intérpretes. La sociedad es la puesta en común, frágil y conflictiva, de nuestras interpretaciones, algo más democratizador que la sumisión a unos datos supuestamente objetivos.
A una sociedad así entendida no le corresponde una política entendida a partir del modelo de la mera gestión. Una política de la interpretación supone siempre abandonar los lugares comunes, reconsiderar nuestras prioridades, describir las cosas de otra manera, formular otras preguntas… Frente a esta indeterminación democrática, todos los sedicentes realistas han apelado siempre a los datos para impedir la exploración de las posibilidades. Pero sabemos que esto no es sino una forma sutil de poder que consiste en insistir en los datos sin cuestionar las prácticas hegemónicas a partir de las cuales se obtienen precisamente esos datos y no otros. Esa dimensión crítica de la interpretación la hemos aprendido en el cultivo de eso que llamamos humanidades, que son, por cierto, la mejor educación para la ciudadanía.
Daniel Innerarity
Profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza