El síntoma es una especie de notario: da fe de algún hecho, de que algo no va bien. Si duele alguna parte del organismo, el dolor es el aviso, el síntoma de que esa parte está alterada, enferma o en proceso de enfermar. Todos sabemos que cuánto más intenso y más persistente es un síntoma, más grave es el problema que anuncia, pero a la vez nos proporciona una pista, una invitación a encontrar la causa profunda de esa dolencia.
Y cuando no existe dolencia alguna, el cuerpo está silencioso. Entonces podemos decir sin temor a equivocarnos: “un organismo asintomático es un organismo sano”.
¿Y qué se hace ordinariamente cuando existe fiebre, dolor u otra clase de síntoma preocupante? Se acude a un médico o a un curandero. Y si sus remedios no dan resultado y se complica la situación, se recurre a la cirugía.
La medicina alopática, por ejemplo, no se anda con chinitas; es experta en “ir a por el síntoma”, o dando un paso más, a la causa inmediata orgánica, que lo produce, pero no se plantea el último por qué de una enfermedad. Al fin y al cabo se educa al médico para ignorar la relación que existe entre la mente y el cuerpo, y por ello desconoce la causa real de una enfermedad, cuya raíz es siempre más profunda que la orgánica; más sutil y compleja. Por ejemplo: alguna clase de problema emocional, algo que siempre anda enredando por el alma, que será la verdadera causa que haya debilitado al sistema inmunológico y facilitado el proceso de enfermar. Pero si se no se va a la raíz ni el médico más sabio ni el curandero más inspirado puede hacer nada.
¿Y a quién favorece en el caso de la medicina alopática, la oficial, esa falta de perspectiva del médico y del enfermo? Obviamente a la industria farmacéutica y a los constructores de aparatos médicos. Pero si usted tiene un problema emocional, por ejemplo, una depresión, y va al psiquiatra le dirá que tome otra clase de pastillas de la farmacia que le atontarán y no sentirá tal vez la angustia de la depresión, pero la causa permanece intacta esperando que se le pase el efecto de la dosis.
Así que la ciencia médica es miope y además no es inocente, y se le educa al paciente para que no lo sea y también tenga la actitud de “ir a por el síntoma”: hay que hacer enmudecer al testigo, matar al mensajero, y de paso mantener el sistema que no quiere que estemos sanos, pues de estarlo se derrumbarían varios de sus pilares.
¿Y QUÁ‰ SUCEDE EN EL CASO DE NUESTRA SOCIEDAD?
Ella es como un macroorganismo formado por todos nosotros. Y lo mismo que ocurre en un cuerpo sano, una sociedad asintomática sería una sociedad sana. ¿Lo es la nuestra? Imagino la respuesta del lector.
Si dirigimos la mirada al terreno económico, el síntoma – una crisis tan aguda como la presente- debe indicar algo realmente grave, pues además de manifestarse con intensidad se prolonga en el tiempo, año tras año. Y ante esta realidad, ¿qué actitudes se toman? Naturalmente, la básica que aprendimos en relación a la salud: se ataca al síntoma. Este tiene diversos focos: la banca, la industria, las relaciones laborales. La banca dice su síntoma: tengo activos tóxicos y necesito liquidez. Y el Gobierno ataca al síntoma de la falta de liquidez: mete la mano en el dinero de nuestros impuestos y le regala a la banca lo que le pide. Pero no quiere entrar a la cuestión de fondo; han sido avariciosos y se arruinaron, pues cierren.
Los empresarios dicen su síntoma: no somos competitivos, perdemos dinero, la banca no da créditos. Y el gobierno en lugar de obligar a los bancos solventes a dar dinero o incluso nacionalizar la banca, que sería algo positivo para favorecer el empleo y el bienestar, inventa leyes para bajar los salarios y asegurar a los patronos toda clase de condiciones favorables para contratar y despedir a los trabajadores. De nuevo se ataca el síntoma y los trabajadores vuelven a ser el chivo expiatorio. Esto pone dinamita en las relaciones laborales y explotan los conflictos. Huelgas, manifestaciones, se suceden. He aquí el síntoma del malestar. Entonces el gobierno promulga nuevas leyes para reprimir, minimizar el efecto o amordazar al que levante la voz; pues cuando existen voces que denuncian estos hechos, se les acusa de antisistemas o de peligrosos extremistas. El caso es hacer invisible los síntomas. Eso es lo que se pretende, sí, pero ¿cómo es posible ignorar las causas de todo esto? Habría que tener alguna clase de deficiencia mental.
Hacer callar al pueblo o al mensajero del síntoma y hasta asesinarlo, es una vieja costumbre de los perseguidores de los síntomas sociales, que- por cierto- suelen ocupar cargos públicos. A ellos no les interesa ahondar en las causas, y es comprensible que no les interese, porque precisamente ellos son parte inseparable de la causa al igual que son los banqueros, los empresarios, las organizaciones políticas y sindicatos amaestrados y el clero que también se beneficia del síntoma social que entre todos provocan y del que todos salen beneficiados. Todos ellos en conjunto equivaldrían a un órgano colectivo que ha producido una enfermedad social. ¿Cómo actúan? Cada uno de entona la canción “esto pasará y mañana será mejor” o “estamos mejorando por momentos”. Las canciones vienen acompañadas de bancos de alimentos, caridad pública, humanitarismo gubernamental. Hay que dar analgésicos al dolor del pueblo. Pero el síntoma no cede, naturalmente, porque no se va a la causa: la inmoralidad y desvergÁ¼enza de los que ocupan cargos públicos, tronos cardenalicios y diversos negocios privados de alto nivel.
DOS MODOS DIFERENTES DE ATACAR LOS SÁNTOMAS SOCIALES
Con la enfermedad se puede aprender a soportar el dolor, pero cuando este se prolonga en el tiempo, y siglo tras siglo no se ha dado con la medicina, es que tenemos que ahondar más allá. ¿Qué medicinas hemos adoptado para la enfermedad social de la pobreza, la injusticia, el abuso de poder que no cesan? Dos tipos fundamentales: diálogo desigual entre desiguales y revolución violenta (que equivale a una especie de cirugía socia).
El diálogo con los ricos, en los parlamentos o donde sea, ese diálogo desigual, nunca eliminó la enfermedad social. Lo mismo cabe decir del diálogo entre sindicatos y gobiernos o patronos. Ahí solo se habla de síntomas, de que no duela tanto la enfermedad social, de diversas medidas analgésicas, pero de las causas nada de nada.
La revolución violenta contra los ricos, la cirugía social sea donde sea, nunca eliminó la enfermedad colectiva. Por ello, la pobreza, la injusticia y el abuso de poder, no solo siguen, sino que se acentúan más y más. Ahí tenemos los casos de Rusia, de China o de Corea del Norte. Tantos millones de muertos, y no tenemos en esos países sociedades asintomáticas. ¿Por qué? Porque La causa profunda no se abordó. Los nuevos dirigentes adoptaron las costumbres de los antiguos, y la enfermedad social continuó.
Si Parlamentos, sindicatos y demás organizaciones sociales no aciertan a corregir los males colectivos es porque la causa nunca se aborda, ¿Y cuál puede ser esta causa profunda social que tanto se menciona? Para responder a esta pregunta tenemos que ir a otro nivel, al que la medicina también se resiste: a la mente, y al alma. ¿Qué hay en la mente del órgano colectivo causante? ¿Qué hay, por ejemplo, en la mente de un banquero, de un cardenal, de un político? Codicia, ambición, envidia, deseo de poder, afán de notoriedad. ¿Ve usted, lector amigo, estos defectos? ¿Los encuentra en esos dirigentes políticos o sindicales que dicen representar a las víctimas de la crisis? ¿Los descubre en sus discursos televisivos?
UNA PREGUNTA INCÁMODA
Y aún tendría una pregunta incómoda que nos atañe a todos los vivimos en esta sociedad enferma: ¿participamos de los mismos deseos que los causantes de la enfermedad? ¿Somos codiciosos, envidiosos, deseosos de notoriedad y hasta violentos, en alguna medida, como ellos ?… ¿Ni un tanto así?… Puede que nos estemos acercando a la causa profunda que da origen al síntoma de la enfermedad colectiva que vemos y sufrimos. Y puede que nos moleste. Si nos molesta, es como pasa en la homeopatía: es que estamos empezando a sanar, porque la conciencia nos avisa. Pero si no nos damos por aludidos, puede que tengamos que dar algunos pasos previos, porque podemos estar dormidos.
De cada uno depende entonces que esta pesadilla se termine; no solo de los que la dirigen y administran y nos hacen dolorosa la existencia, sino del que en alguna medida siente como ellos y desea lo mismo que ellos desean. ¿Cómo, si no, se puede evitar que existan si de algún modo somos de su misma cuerda y por eso hasta les votamos y mantenemos para que sigan ahí? Esto es lo que precisa, creo yo, ser eliminado de nuestras vidas para que podamos acceder a una nueva sociedad: a una sociedad asintomática, si es la sociedad en la que deseamos vivir en lugar de esta que a millones no les permite ni sobrevivir. A usted, amigo lector, ¿qué le parece? No pretendo que crea lo que digo ni que me dé la razón. Experimente, si quiere, para descubrir qué le dicen sus síntomas personales.