La dedicatoria de mi novela Muertes paralelas dice así: “A mi padre, a mi madre, a su hijo… Y a mi tía Susana Dragó, único árbol de aquel bosque genealógico que sigue, como yo, en pie”.
La escribí el 18 de julio de 2004, y era, entonces, verdad. Ya no lo es. Mi tía, toda una señora, de bandera, además, de la que anduve enamorado en mi infancia con candor pueril, murió el pasado viernes.
No la vi ese día, pero si estuve junto a su cama en los dos anteriores. Fue espantoso. Se había deteriorado «•su físico, no su cabeza, que seguía intacta»• hasta extremos casi inconcebibles. Parecía recién salida de un campo de exterminio. ¡Ella, que había sido en su juventud una de las mujeres más guapas de Madrid! Estaba en los huesos. Su carne había desaparecido y su piel era puro hematoma. Tenía el vientre hinchado y las facciones desencajadas.
Pero no era eso lo peor. Lo peor es que sufría salvajemente, que aullaba de dolor, que decía una y otra vez, casi inaudible, ¡cuánto trabajo cuesta morir! y que ni siquiera las inyecciones subcutáneas de morfina aliviaban su calvario.
Veinticuatro horas antes de que éste, por fin, terminara, volvió el rostro, macilento, demacrado, consumido, hacia mí, me miró con los mismos ojos, hermosísimos, que tantas veces lo habían hecho y dijo:
«•Adiós. Os quiero mucho. ¡Os he querido tanto!
Pocos minutos después empezaron a aplicarle el protocolo de morfina intravenosa que la ley consiente y cayó en un letargo del que ya no se despertaría.
La enterramos el sábado en el nicho del cementerio de la Almudena donde cuarenta años antes habían enterrado «•yo no estuve. Esa muerte me pilló, de improviso, en Roma»• a su padre. Y, de nuevo, me sentí horrorizado al ver que sacaban del fondo de ese nicho una bolsa de plástico, cutre a más no poder, similar a las que entregan en el supermercado de la esquina o en el sotanillo de cualquier zapatero remendón, y la dejaban apoyada contra la pared mientras el féretro de mi tía desaparecía en las fauces de aquel osario. En esa bolsa yacía lo que queda de mi abuelo.
Sin comentarios. El único posible lo aportó hace casi un siglo el poeta León Felipe: “para enterrar a los muertos, cualquiera sirve, / cualquiera, menos un sepulturero”.
A lo largo de esas setenta y dos horas de descensio ad inferos, mientras lloraba a escondidas, con resignación y mansedumbre, por la muerte del último representante de la generación de los Dragó anterior a la mía, pensé obsesivamente en Eluana. ¿Cómo es posible, me dije una y otra vez, que tanta gente, en su país, en el mío y en muchos otros, sea partidaria de mantener artificialmente en coma, durante años y años, a alguien que ya nunca saldrá de él? ¿A eso lo llaman misericordia, caridad, justicia y respeto a la vida?
¿Qué entienden por vida? ¿Es, acaso, muerte natural, como los enemigos de la eutanasia pasiva y rectamente practicada aseguran, la que llega después del absurdo y despiadado viacrucis de tubos, máscaras y pócimas que se impone, por ley que la conciencia no acata o no debería acatar, a enfermos terminales y dolientes sin posibilidad alguna de recuperación?
Susana y Eluana, gracias a Dios, o a quien sea, y a madre natura, ya descansan en paz.