Daría risa si no fuera cierto y doloroso. Los grandes sectores económicos, aquellos que claman por la liberalización de un mercado que podrían controlar, sin regulación, casi en régimen de monopolio –véase la composición de los consejos de administración de los conglomerados empresariales-, se tornan “socialistas” a la hora de apelar a la nacionalización de sus pérdidas cuando la cuenta de resultados no satisface las expectativas. En situación de pérdidas o quiebra, no le hacen ascos al denostado Estado intervencionista que corre raudo a socorrer a unos sectores poderosos que no pueden dejarse sin el sostén de las ayudas públicas, los mismos recursos que se detraen o se niegan a otros servicios esenciales de titularidad pública, como la educación, la sanidad o el salario de los funcionarios, que se declaran cínicamente “insostenibles”.
Sin embargo, sí hay dinero para la banca, cuyas “puertas giratorias” con la política son francamente de escándalo (Rato en Bankia, por ejemplo), y de la que se asume como un problema gubernamental, no mercantil, su necesidad de capitalización, una “ayuda” que por su envergadura obliga al Estado a solicitar un “préstamo” de rescate a la Unión Europea en condiciones todavía por conocer, pero con aval “soberano”, a través del FROB (Fondo para la Restructuración Ordenada Bancaria), en forma de más deuda, naturalmente.
Por si fuera poco, ahora conocemos que las autopistas de peaje, especialmente las radiales de Madrid, también necesitarán un “rescate” ante la deuda de cerca de 3.800 millones de euros que acumulan. Como los bancos, parece que a las autopistas, esas que nos cobran un peaje por circular aunque ya paguemos un impuesto de circulación y contribuyamos con nuestros impuestos a la Hacienda pública, tampoco se les debe dejar hundir en la quiebra. El Ministerio de Fomento estudia un plan para permitir su viabilidad financiera a través de préstamos a las empresas por importe, en principio, de cerca de 300 millones de euros. Sería el tercer “rescate” en cuatro años que se le facilita a los concesionarios de autopistas, empresas en las que participan las principales constructoras (¡las del ladrillo!) y varias cajas de ahorros (¡otra vez los bancos!).
Los mismos agentes en sectores económicos aparentemente distintos que el Estado se muestra diligente a la hora de “socorrer” cuando no consiguen las ganancias calculadas. Sus deudas las pagamos todos, incluso si son ocasionadas por una gestión abiertamente irresponsable por parte de unos administradores que, en correspondencia, pueden ser apartados impunemente del cargo previa compensación de un astronómico despido blindado.
Este capitalismo que reparte plusvalías entre unos pocos y socializa las pérdidas, daría risa si no fuera tan injusto y obsceno. Máxime si quienes lo promueven tienen la desfachatez de alabar las presuntas “bondades” de esa iniciativa privada (que recurre al Estado en caso de pérdidas) en detrimento de lo público. Sería para mondarse si no te entraran ganas de iniciar una revolución, porque cuando la flamante directora general de Tráfico, María Sewguí, afirma que, “entre una carretera y una autopista de pago, yo escojo la de pago”, lo que te pide el cuerpo es declararte insumiso y dejar que ella pague, sólo con sus medios, todos los servicios que precise. La responsable de la seguridad vial de nuestras carreteras nos recomienda utilizar los servicios que oferta el sector privado por ser más seguros o, como ella misma asegura, “como inversión en salud”. Es como si la ministra de Sanidad nos aconsejase recurrir a las clínicas privadas en vez de a los hospitales de la red pública en caso de enfermar. ¿Para eso pagamos impuestos?
Por lo que se ve, dicen y están haciendo, pagamos impuestos no para mantener unos servicios públicos que extiendan derechos a los más desfavorecidos, sino para financiar aventuras ruinosas de sectores económicos muy poderosos a los que el Estado debe garantizar la viabilidad y rentabilidad, a cualquier precio. Si para ello hay que amedrentar a la población con la excusa de una crisis de la que es ajena, se recurre sin complejos, culpándola de “vivir por encima de sus posibilidades”. Y ante cada “reforma” que la empobrece, se le amenaza con nuevas medidas “difíciles” que continuarán una austeridad de la que están exentos esos sectores políticos-económicos que nos esquilman y nos tratan como tontos. Lo que no estará muy desacertado porque, encima, les votamos.