Sin duda, acierta de pleno Juan José Millás cuando afirma que para hablar de tragedias no disponemos de recursos especiales. Hay que usar las palabras de todos los días, las comas y puntos de siempre, las mismas posibilidades de cada oración. Y, sin duda, este es uno de esos artículos que uno nunca quisiera escribir porque, para hacerlo, es necesario regresar a esos lugares del dolor a los que nunca hubiéramos deseado asomarnos, ni siquiera haber conocido. Pero la realidad, obstinada cuando se trata de recordarnos que vivimos en un valle de lágrimas, golpea casi a diario ciertos recuerdos o lo va quedando de ellos.
Mientras unos, alegremente, añadían un cero de más en los presupuestos de obra de las vías del AVE Madrid-Barcelona, otros de la misma estirpe o similar calaña, se dedicaron a recortar letras en dispositivos de seguridad, instalando ASFA en lugar de ERTMS – sistema más avanzado y completo-, exactamente con el mismo grado de responsabilidad, o sea, ninguno. En ambos casos la culpa viene definida por una omisión de la conducta debida para prever y evitar el daño. En ambos casos se manifiesta imprudencia, negligencia, impericia y/o inobservancia de las obligaciones debidas. Pero mientras los dispendios de los primeros consumían la pólvora del Rey en comisiones, mariscadas y clubs de alterne, lo escatimado por los segundos en la curva de A Grandeira, se llevó por delante la vida de ochenta personas, malogró la de cientos de heridos y trastornó para siempre la existencia de miles de familiares y amigos.
Aquel fatídico día en el que Galicia se disponía a fiestas, desconocedores de que aquella tragedia había decidido invitarnos al dantesco espectáculo, sin más datos que los proporcionados por los medios de comunicación, se dio por buena la culpabilidad, sin atenuantes ni eximentes, del maquinista del convoy. Tal vez convenga pedir perdón por aquella encauzada y precipitada sentencia, aunque nada indica que fuera equivocada, pues fue necesario ir añadiendo algún que otro atenuante, interesados olvidos mediáticos, ciertas irregularidades y varias anomalías para conseguir que, al presunto conductor, se le fueran sumando un sinnúmero de presuntos negligentes, con pocas, o ninguna, gana de hablar en presencia de un Juez. De forma invariable, resulta dolorosamente irónico comprobar como todo y todos son presuntos, excepción hecha de las víctimas, que son siempre consumadas.
Al mismo tiempo que en la ciudad de París las campanas de la catedral de Notre Dame redoblaban en señal de luto, en la capital de Galicia, la ministra Ana Pastor hacía falsa promesas de colaboración por parte del Ministerio, para el esclarecimiento de los hechos, y empeñaba su palabra en una transparencia que nunca llegó a hacerse patente. El Ministerio de Fomento sigue sin cumplir con la directiva europea 49/2004 que establece la obligación de los estados miembros de contar con un organismo independiente de investigación de siniestros, de igual manera que, en cada comparecencia de los imputados, se elude el compromiso de colaboración de la Administración. Basta comprobar como cada uno de los encausados, salvo el maquinista, precisamente los mismos que tuvieron en sus manos la posibilidad de dotar a las vías con los dispositivos de seguridad que correspondía al trazado, se niegan a declarar y se manifiestan incapaces de asumir sus trágicas consecuencias. Sin embargo, sí se muestran altamente experimentados a la hora de ir colocando palos en las ruedas de la Justicia empleando subterfugios, tan legales como inmorales, a base de dilaciones, aplazamientos y una culpable falta de respuestas que deja en el ambiente cierto tufillo a omertá –código de honor de la mafia siciliana que impone el silencio y la prohibición categórica de cooperación con las autoridades- con tal de no cerrar un caso que nunca debería haber sido abierto de haberse impedido este evidente cúmulo de imprudencias, negligencias e impericias.
La responsabilidad, al final, es un valor que está en la conciencia de la persona, que le permite reflexionar, administrar y valorar las consecuencias de sus actos, siempre en el plano moral, y que, una vez puesta en práctica, es retribuida en función de la que cada uno es capaz de asumir. Resulta obvio que, en vista de las consecuencias del accidente del Alvia 04155, tiene que haber responsables, unos por acción y otros por omisión. No hay duda de que, al menos, todos los implicados, en mayor o menor medida, hicieron incorrectamente su trabajo. Sin embargo, el horizonte se llena de oscuras nubes de mutismo y disimulo cuando, ante la perversa ausencia de respuestas, amparándose en su derecho a no declarar, que es sinónimo de falta de voluntad por esclarecer los hechos, se pretende dejar sin despejar las incógnitas de por qué se produjo un accidente en la curva de Angrois, cómo fue posible semejante desenlace y, por encima de todo, quienes son los responsables de semejante mortal despropósito.
Tal vez ese no asumir las consecuencias después de haber cobrado convenientemente las responsabilidades, sería, como casi siempre, asumible de no mediar decenas de vidas truncadas. No hay que olvidar que los imputados hacen lo que pueden y lo que les permite la lentitud de la Justicia, la ambigÁ¼edad legislativa, la dependencia judicial del poder político, o lo que es lo mismo, la Justicia politizada y la influencia político-mediática. Lejos de disipar dudas y acercarnos a la verdad, con esa actitud sistémica, maligna y global nos desdeñan a todos y, en especial, a aquellos para los que cada día de dilación significa ahondar innecesariamente en la herida de los que, habiendo perdido a sus seres queridos, solo pretenden alejarse de lo mediático, envolverse en sus recuerdos y retomar una andadura que comienza con un duro primer paso y una mochila cargada con un lastre inmerecidamente cruel.
Desconozco el nombre y las vivencias de las restantes víctimas, solo soy capaz de recordar, por imborrable, el de Rodrigo, pero la crónica que dio comienzo con su ausencia, poco puede diferir de la de los demás proyectos de vida inacabados. Han sido necesarios meses de absurda burocracia, miles de euros en gestiones y una inmensa paciencia franciscana para ir cerrando legalismos, difíciles de entender en tan desoladoras circunstancias. Sus padres, que nunca habían visitado un abogado, ahora necesitan catorce de ellos para obtener la representación necesaria en todos los juzgados en los que son requeridos. Nunca antes habían pisado un Juzgado, escasamente alguno de Paz, y en la actualidad son asiduos de los de Plaza de Castilla. Apenas conocían la terminología jurídica,sin embargo, últimamente hablan de exhortos y diligencias periciales con la misma habitualidad y naturalidad con la que tiran una caña en su bar, su lugar de trabajo. Gente de bien que se tiene que identificar ante la Policía cada vez que asisten a alguna de sus pacíficas manifestaciones, solicitando celeridad y justicia para todos aquellos a los que les fue arrebatado el deber de vivir. Estos hechos y otros similares hacen casi imposible retomar una existencia que ya nunca podrá estar completa ni ausente de lágrimas, en la que están abocados a cumplir, sin beneficio alguno, día por día, la doble condena a la que son sentenciados los inocentes.
Algunas veces se escribe para recordar o para recordarse y quizás por eso, usando las palabras de todos los días, las comas y puntos de siempre, hay ocasiones en las que es necesario escribir para que otros no olviden que los afectados están desposeídos de la capacidad de olvido. Ášnicamente empujados por la memoria del dolor de las víctimas, son el sentido del deber y la honestidad los que dictan cada oración, cada frase, sin que en ellas influya la ira, el odio o la inquina. Sin embargo, haciendo de la indolencia su su virtud, habrá quien utilice la escritura para firmar contratos, allende nuestras fronteras.
Un año después, con la esperanza encarcelada, esperando a que remate el tiempo del llanto, libres ya del espeso y oscuro rencor de la rabia, los afectados pueden declarar, sin rubor alguno, que siguen aguardando a que llegue el momento de escuchar el rechinar de dientes de todos los culpable cuando, más temprano que tarde, amanezca la Justicia, por mucho que quien esté en la obligación de declarar, se niegue a hacerlo.