Hace casi dos siglos que zarpó el último Galeón de Manila y más de cien años desde que las algo más de 7000 islas que forman el archipiélago filipino pasaron de manos españolas a estadounidenses.
Evocaciones de paraísos perdidos allá donde la mar océana es más profunda, es acaso la idea vaga que en España se tiene de la que fuera el epítome de la cultura hispana en el Oriente. Esto con suerte, porque para la mayoría las únicas y tristes referencias de las Filipinas son desastres naturales o procesos penales en los que se ven implicados filipinos de ascendencia española. Cualquier otra nación europea hubiese cuidado, mimado, las relaciones con un país que estuvo unido a la Corona española más de trescientos años.
Un país que albergó una de las más hermosas joyas coloniales destruida a sangre y fuego a mediados del siglo pasado por los nipones en retirada. Un país, donde dejado a su suerte, sobrevive el chabacano con sus dialectos. Ášltimo vestigio del idioma español en Asia al margen de la élite filipina, como demostrara de forma exquisita, la hoy en desgracia, Gloria Macapagal en su no lejana visita a nuestro país. Todo ello con permiso del chamorro de Guam y las Marianas septentrionales, ese otros conjunto de puntos de jaspe que junto a las Carolinas y las Palaos fueron malvendidos por una España inerte, sumida en la depresión, al II Imperio Alemán. Unos ecos de nuestra lengua que se susurran en Malasia. El punto y final a un Imperio Español incapaz y revelador una España aislada, con una política exterior desnortada. Ayer como hoy.
Nunca es tarde para reivindicar un relanzamiento de la cooperación cultural y económica, más allá, que no supliendo, a la ayuda al desarrollo humanitario. Porque incluso en tiempos de bonanza económica, los frutos han sido pobres y poco difundidos en la ex metrópoli. Una «ex» más recordada de lo que merece en un estado de más de 100 millones de personas y cuya herencia más notoria es una versión adaptada del catolicismo en los lindes, sino sobrepasados, del fanatismo. Una herencia a la que se suma el eterno conflicto con los moros con epicentro en Mindanao. Y recordar, que los últimos de Filipinas no fueron aquéllos que nos quiso hacer creer el franquismo, sino aquéllas miles de personas que conformaban la colonia española en Manila y fueron masacrados por los los japoneses casi medio siglo después de 1898 para deshonra de la nación que poco antes cantaba las victorias de Tokio en el Pacífico.
Tenemos un deber histórico, cultural y emocional con las Filipinas. Puede que no sean buenos tiempos, con nuestro país pasto de la crisis de la que una clase política mediocre es en buena medida responsable. Pero ello no es óbice para que si bien no podamos reflotar el galeón si podamos comenzar a reparar un injusto e incomprensible desencuentro con ese inmenso conglomerado de islas convertido en pieza fundamental para Washington como muro de contención primero del expansionismo del Japón y ahora del chino. En el Lejano Oriente, allá por la Micronesia donde las melodías de nuestro género chico se funden con los Legazpi, Urdaneta o Elcano, donde hace más de 400 años fue fundada la Universidad más antigua de Asia, España tiene una oportunidad. No la dejemos