Celebrar que estoy vivo
En Occidente nos han inculcado la seguridad como valor fundamental. Nos hemos movido bajo criterios de culpa más que con los de responsabilidad personal y social. Han creado en nosotros como una segunda conciencia, un reflejo condicionado que se dispara sin pensarlo: “Vale más lo que más cuesta”, o lo que no cuesta no vale. Esto es confundir valor con precio.
A mí no me cuesta querer a mis amigos, a mi esposa, a mis hijos y a mis nietos. Me cuesta más herir y hacer sufrir, no cumplir con las tareas que he asumido, no disfrutar de la naturaleza y del silencio, de la música y de la comida, del erotismo y del sexo, de los buenos libros y de los viajes, del placer de un silencio compartido, de la búsqueda de la verdad y de la justicia, de la libertad y de la solidaridad.
Lo que más me costaría serían la mediocridad y la codicia, la envidia y la calumnia, el hacer daño a otro conscientemente, no saber decir «lo siento». Me cuestan lo vulgar y lo obsceno, la insensibilidad y las ofensas gratuitas, la falta de responsabilidad y la infidelidad a la palabra dada, la falta de lealtad y el egoísmo, la vanidad que se me escapa y la impaciencia que se puede transformar en ira. Me cuesta más el desorden que el orden, actuar sin coherencia que sopesar las posibilidades, la suciedad que la higiene, pisar una flor que cultivar un jardín, beber un mal vino que beber agua, el ruido que el silencio, la ordinariez que la elegancia. Me abruman los halagos y prefiero la austeridad sin estridencias.
Prefiero subrayar lo positivo que ha habido en mi vida, los goces, las caricias, los saberes compartidos, las enseñanzas -aún las duras-, los buenos paisajes, los viajes que he podido realizar, las universidades en las que he estudiado y los maestros que he tenido, los afectos recibidos y compartidos, las ricas comidas y bebidas, los tejidos auténticos y sencillos, los baños y el sol, la nieve y la lluvia, el sueño y las vigilias… la familia. Y la amistad, que contiene y perfecciona todas las formas de amar verdaderas. También el don de haber descubierto que nacimos para la felicidad, para ser nosotros mismos. En poder hacer lo que queremos, y de que el camino está en querer lo que hacemos.
Una de mis mayores satisfacciones ha sido ocuparme en la enseñanza. Ese quehacer, esa faena, esa labor de compartir los saberes ha sido lo que me ha mantenido y me mantiene. Ahora que ya no tengo clases cada año, ni prácticas ni exámenes ni seminarios ni formar parte de tribunales… qué alivio poder dedicarme a compartir los saberes. A escribir y a leer, a mantener un blog y un muro en FB y a enviar cada semana artículos a medios de comunicación. A editar artículos de otras personas, poder ir al cine y al teatro, frecuentar las exposiciones y vivir, cada día y a cada momento, para abordar esta fase para la que nadie nos había preparado, como lo hicieron para trabajar y para sobrevivir en la lucha. Me refiero a la vejez, a esta sorpresa que te desborda con una nueva disminución de capacidades que tenías adquiridas. Y se presentan así, como si nada, de la noche a la mañana, y cuando llega la noche y te preguntas por dónde amanecerá la gotera del alba.
Hablan de la experiencia adquirida, de la sabiduría, del control de las pasiones, qué remedio, de la prudencia que no es más que precaución ante lo que se puede presentar, y se presenta. Se atreven a denominarla “edad dorada”, “tercera edad”, “tiempo de plenitud y de sosiego”, el de los seniors venerables. Tonterías ahora que el marketing nos ha descubierto como “nicho” de consumidores.
¿Serán torpes? Nos hablan de nicho, a nosotros que estamos adaptándonos a este cambio radical. Y vaya si cuesta. Personalmente padecí, en un año, todas las intervenciones quirúrgicas y dolencias para las que no había tenido tiempo durante setenta y cinco años. Y una especie de tsunami inesperado un revolcón de la vida que casi me destruye, pero del que he salido adelante. Parece que los hombres no pueden soportar demasiada realidad. Por eso, me reafirmo en celebrar el vivir de cada día. Parodiando a John Milton, porque tengo los años que todavía no he vivido.