Hay en España algo que no me gusta. Esta percepción es más una intuición que un razonamiento empírico o estadístico. Está basada, más que en la observación de un hecho, en la constatación de muchos detalles. Se capta en el ambiente un extraño olor de resentimiento y de afán destructivo. Como dicen los más jóvenes: de «mal rollo». Hay una continua voluntad, más que de cambiar, de hacer tabla rasa con lo anterior; como si fuésemos un país que estrenase la democracia y tuviésemos que arrumbar un pasado oscurantista y prehistórico, como si tuviésemos que construir a gran velocidad una nueva sociedad sobre principios nuevos.
Se hace todo lo posible por volatilizar la institución familiar —ya de por sí bastante maltratada—, tal como la conocemos. Se abordan con total frivolidad y prisa la solución de graves problemas morales que requerirían un debate más sosegado: eutanasia, aborto, divorcio. Se saca del baúl de los recuerdos un laicismo agresivo, propio de la revolución francesa.
Hay además una insistencia que no comprendo en azuzar la discordia, en ahondar en viejas rencillas, en abrir viejas heridas que no están del todo cicatrizadas; en sacar a la palestra añejos debates que tenían que estar en los libros de historia. Estamos otra vez hablando demasiado de la guerra civil, de muertos, de rehabilitación de fusilados, de eso tan parcial que se llama «memoria histórica». Estamos viendo esa actitud no sólo de diferencia del adversario (o del que es distinto), sino la voluntad de arrinconarlo, anularlo; en muchos casos de ridiculizarlo con continuas campañas perfectamente orquestadas. Se evapora ese espíritu de concordia, de aceptación del otro, de entendimiento dentro de las diferencias que se desarrolló en la transición y que hizo posible la democracia.
Hay, además, una insistencia tenaz en fomentar, sobre todo desde los medios de comunicación, todo lo que sea chabacano y grosero, todo lo que suponga mal gusto y primitivismo, aquellos rasgos que nos acercan a nuestra atávica tendencia al animal y nos alejan de lo específicamente humano.
Vamos a legar al nuestros hijos un mundo donde los problemas no serán sólo económicos —trabajo, vivienda— o prácticos, sino donde van a encontrar dudas y carencias en los fundamentos mismos de nuestra civilización: sus modos de conducta, el modelo de familia, los valores que les van a guiar, el concepto de la vida humana. Les será difícil orientarse en esta confusión, en estas densas cortinas de humo que nos ocultan la verdad. Serán tiempos difíciles. Lo son ya.