Si no cuesta, no vale la pena. Es la frase a modo de lema con la que termina el nuevo anuncio televisivo de Voll Damm, conocida cerveza.
Hace meses que no veo la televisión, por eso no sé si es realmente «tan» nuevo; pero me ha gustado; sobre todo la escena donde un boxeador tumbado de un puñetazo aprieta las mandíbulas, se levanta y va directo, con todo el coraje, a por su adversario. Otra metáfora más del luchador.
Y es que la vida, entre otras muchas cosas, es una lucha continua. Así la concibo sin pretensión de generalizar. Querer correr más rápido y notar que los músculos no dan más de sí; intentar rendir al máximo en el trabajo y ver que no se consigue el objetivo requerido; tratar de resolver un problema matemático y, después de varias horas, rendirse porque el ingenio ha llegado a su límite; sonreír y dar sin recompensa. Etcétera.
Incluso a veces, superados todos esos retos, convertidos en obstáculos a vencer, esas sensaciones de plenitud, satisfacción, realización y orgullo no vienen acompañadas del sentimiento para con la felicidad: como si se tratase de puro azar, la lucha y el premio, por alguna razón que nuestra consciencia no consigue «atrapar», son insípidas en el mejor de los casos. Amargas en el peor de ellos. Con predominancia.
Es entonces cuando la vida, repito, desde mi subjetividad, se convierte en una lucha constante cuya victoria, una tras otra, renaciendo de las cenizas cuan Ave Fénix, no es más que el final de una batalla y el inmediato comienzo de otra. Sin treguas, sin un instante para deleitarse con la gesta conseguida. Así parecen sucederse las batallas en una guerra cuyo máximo mérito es alcanzar la muerte sin haber sucumbido.
Sin embargo, ¿qué es aquello que no se «atrapa» o se escapa? ¿Es una cuestión de carácter, como, por ejemplo, competitividad, ambición y perfeccionismo? ¿Es una cuestión social, ergo, del medio circundante, que no compensa en proporción a lo conseguido? ¿Una mezcla de ambas? Puede, también, que sea una cuestión de ceguera, inconformismo, exigencia cuasi patológica; pero sería volver a la primera de éstas.
Muy probablemente exista una explicación racional: rebaja tus metas, acepta la derrota, tómate la vida como un viaje inigualable y no como una constante lucha contra las adversidades, las cuales, quizá, sólo las generes tú mismo. Relájate y no te frustres. «Lo importante es participar». Aunque a veces, por mucho que se repitan estas máximas a modo de principios inamovibles, el pragmatismo es inútil.
Aparece, de repente, ese factor inaprensible y, como quien decide inmolarse a diario, resucitando y repitiendo el proceso hasta que la Naturaleza oponga el «final», el penúltimo paso se transforma en una distancia respecto a la meta que, estando tan lejos como para no ser definible, uno camina a ciegas, desorientado, en medio del desierto, buscando la salida… y ésta es, justamente, la ausencia de la misma.
Tal y como lo escribió Emil Cioran: “Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos” («Cuadernos: 1957 – 1972»). Hasta sin saber por qué o, sabiéndolo, sin saber aceptarlo. La vida que se desvanece como una escalera ascendente cuyos peldaños recién pisados se precipitan al vacío.