Goles rotos
Exposición Human Bodies Zaragoza. Foto: El librepensadorTodo niño aspira a ser futbolista. Un día cualquiera cambia de canal, en la televisión, y ahí está. Fútbol. Por la mañana, por la tarde y por la noche. Hace años, los sueños de un joven tenían que ver con viajar al espacio o conducir un camión de bomberos. Los anhelos hoy son de fútbol y las desilusiones también.
Pero no sólo hay planteamientos oníricos en la infancia. Al crecer, uno cree que ser una estrella del fútbol es lo máximo que podemos conquistar. Amundsen y su llegada al Polo Sur parecen quedar muy lejos. Hillary y su ascenso a la cima del Everest se muestran como algo banal. Los grandes retos son cosa del pasado. El deporte rey domina. Y si puedes triunfar y ganar miles de euros, negocio redondo.
El problema surge cuando nos damos cuenta que no valemos para la práctica de este deporte. Una lesión que trunca nuestra excelente carrera o no saber plasmar con las piernas todas aquellas maravillosas jugadas que se dibujan en la mente. Llega el momento de dar un paso y centrar los esfuerzos en aquellos por quien empezamos a soñar: en ese hijo al que tanto uno quiere.
En la cuna, un balón. En el jardín de juego, unas cuantas pelotas. Al salir al parque, unas espinilleras con botas a juego para pegarle patadas al cuero. Y en la mente, el convencimiento de poder transformar al retoño en la próxima estrella del balón. Un nuevo Maradona o un nuevo Zidane. Quizás Messi o Cristiano.
Le apuntan al equipo del barrio y no se pierden ni un partido de competición. Gritan desde la banda. El joven madura y promociona pero llega la gran final y el entrenador decide que debe quedarse en el banquillo. Victoria y gloria para otros. Á‰l sólo ha salido a calentar en la segunda mitad. La cara refleja su estado de ánimo. Abatido, cabizbajo, más por la decepción causada a los padres que por su propia frustración.
Llega la reacción paterna, que lejos de reconocer el juego vulgar del adolescente, se centra en criticar al entrenador y a su propio hijo. Se muestra incapaz de entender que, por mucho empeño que ponga, no es aquel que queda para el recuerdo con sus recortes. Tampoco ese que es capaz de zafarse de dos contrarios y chutar el balón por la escuadra. No lo es su hijo y tampoco lo era él.
El padre sabía que esa final era clave para el porvenir del muchacho. Periodistas en las gradas deseosos de dar la noticia de haber encontrado una nueva estrella. Agentes dispuestos a firmar contratos. Era el momento y se ha escapado. Pero no hay vuelta atrás, tiene que ser un astro, sí o sí.
Insiste. En vez de comprender la frustración del chico, le presiona sin percatarse de que el joven no quiere competir o, simplemente, es más consciente que su padre de su mediocridad. Porque, en el fondo, los hijos no son como sus padres.
Ese futuro prometedor empieza a tornarse presente amargo. Detesta jugar. No lo dice, basta con leer su actitud sobre el terreno de juego. Forzado. Sufre con cada error. Sólo juega por contentar a un padre obcecado en que triunfe. El carácter del joven empieza a cambiar. Donde antes había alegría ahora hay resignación que se agranda y convierte en fracaso a medida que crece.
El fútbol, rodeado de negocio y espectáculo, no deja de ser un deporte. Un deporte en el que unos ganan y otros pierden. Se juega para ganar pero se disfruta jugando. Esa es la base de cualquier competición. El problema es que mientras haya padres y agentes que ven en estas jóvenes promesas un posible negocio, el fútbol será sobre todo un medio para enriquecerse. Se llevarán a cientos de muchachos por delante. La gloria y el dinero serán para otros.