A lo largo de estos treinta y cuatro años, la religión católica ha sufrido un serio deterioro, igual que muchos de los valores tradicionales de la sociedad española.
Hasta ahora, todas las Monarquías europeas -a excepción de la albana- estaban estrechamente unidas a la fe cristiana, las del centro-sur y del sur de Europa a la Iglesia Católica, las del centro-norte y norte de Europa a la Iglesia Luterana o la Iglesia Anglicana, y las del este y sureste de Europa a la Iglesia Ortodoxa. Pero todas ellas tienen en común su pertenencia a la fe cristiana, y como en el caso de Gran Bretaña la Corona es igualmente cabeza de la iglesia.
Se trata de una tradición heredada de la temprana Edad Media, en realidad de los últimos tiempos del Imperio Romano ya cristianizado. Simbólicamente, aún hoy los Monarcas están sometidos -voluntariamente- a sus respectivas iglesias, lo que justifica las ceremonias de Coronación o Consagración de la Corona por el sumo sacerdote de cada país durante una misa especial celebrada a tal fin.
Aunque hoy en día nos pueda parecer anacrónico un acto solemne heredado de tiempos de la supremacía de la Iglesia Católica sobre el poder terrenal de los gobiernos absolutistas presididos por los Reyes, por medio del cual la Iglesia «legalizaba» el poder real y le infundía la gracia del espíritu santo (la Corona suele simbolizar esta unión entre el Rey y Dios al abrirse hacia el cielo para recibir al espíritu santo), conviene realzar los valores tradicionales de la Monarquía con profundas raíces cristianas. En nuestro caso, en España se sustituyó la Coronación por la Consagración de la Corona al quedar suprimido el acto de la Coronación física en tiempos de Carlos III, lo que hizo al Rey más terrenal y menos sometido a la Iglesia.
Sin embargo, la misma Monarquía parece creer cada vez menos en los valores que representa. Frecuentemente se nos recalca en los medios la «normalidad» de la vida de los integrantes de la Familia Real y su «igualdad» de su condición con el resto de los ciudadanos. Esa idea igualitaria en sí resulta cuanto menos irreal y absurda, pues no todos somos iguales ni podemos ser igualados. Se confunde la idea de la igualdad en derechos y oportunidades con el igualitarismo. No todos los trabajos pueden ser considerados iguales a efectos de productividad y salarios, y tampoco todos los ciudadanos pueden llegar a tener la misma situación social por su sola condición de ciudadanos. Somos iguales en derechos, pero no en privilegios ni en el estatus que podamos alcanzar en virtud del esfuerzo personal o de las circunstancias sociales, económicas o políticas. Esa igualdad se da, en realidad, sólo en cuanto a la situación legal básica, pero incluso en lo que respecta a la aplicación de leyes, los altos cargos del estado están sometidos a muchas más disposiciones legales que el ciudadano corriente y gozan, por otra parte, de ciertas ventajas, incluso de inmunidad, aunque en este aspecto ya ha habido cambios en el pasado, pero aún así es necesaria la anulación de la inmunidad por el parlamento.
En este sentido, la máxima representación del estado, que en nuestro caso es la del Rey y la Familia Real, no es igual a todos los demás ciudadanos, ya que el Rey y su Real Familia son los primeros ciudadanos del país por su posición y su importancia.
Los Reyes representan, asimismo, el lazo con la historia del país en la que se funda su legitimidad dinástica (han sido pocas las Monarquías electivas y éstas han tenido una duración limitada). Sólo la trayectoria histórica de cada dinastía justifica el carácter hereditario de su acceso a la Corona y garantiza la adhesión del pueblo y su identificación con el Rey. La encarnación del estado en la figura del Rey y, por consiguiente, en la de la Familia Real es lo que hace visible y humano al estado representado en forma de símbolos, ceremonias y una serie de funciones que acompañan las actividades públicas de la Corona y que difícilmente puede alcanzar una república representativa como, por ejemplo, Alemania o Italia.
En este sentido, la Consagración de la Corona tras la Proclamación del Rey debe ser vista como un enaltecimiento de los altos valores de la Monarquía que siempre deberían seguir presentes en la vida política del país y que tan acertadamente recalcó Su Majestad el Rey en su discurso de la proclamación.
Discurso de la Proclamación de S.M. el Rey
Homilía de la coronación del Cardenal Tarancón