Empecé mayo con un viaje relámpago (ida y vuelta) de Valencia a Madrid por motivos familiares. Salimos temprano. Durante los primeros kilómetros disfrutamos de una conducción despejada, ágil. En realidad, desde Buñol a Madrid fuimos solos; la carretera se mostraba limpia, desnuda, provocativa. Hacia Valencia apreciábamos tráfico denso; más allá de Honrubia, congestionado. A partir de Villares empezaron las retenciones frecuentes, continuas, hasta la capital a pesar del tercer carril abierto en Tarancón. Nosotros, francos de obstáculos, radiantes, vislumbrábamos rostros pacientes, castigados en el lento -cuando no inmóvil – caminar. Una solidaria sensibilidad recorría nuestro pecho ante aquel desastre circulatorio. Al tiempo, como un presagio intuitivo, especulábamos qué restricciones nos encontraríamos a la vuelta.
Salimos de Madrid a las cuatro y media. Hasta Tarancón, las únicas barreras que limitaban la marcha provenían de la Ley, si bien soportábamos una circulación intensa. Desde aquí, hasta Cervera -aproximadamente sesenta kilómetros- tardamos casi dos horas. Una vergÁ¼enza que debe repetirse cada puente en todas las autovías cuyo punto de encuentro sea Madrid. A lo largo del malhumor no advertí agente de tráfico (en estas condiciones, sería importuno multar por defecto de velocidad) ni señal luminosa que aconsejara medidas (las hay) para paliar el bochornoso espectáculo. Sin embargo, cuando el vendaval, verbigracia, azota nuestro coche, suele aparecer en todos los paneles informativos el innecesario: “¡cuidado, rachas de viento!” tomándonos por tarugos aletargados. Pese a todo, me resultó misterioso que, de pronto, empezáramos a acelerar sin trabas y de forma continuada. El trance, en apariencia absurdo, pudo durar al menos doce horas.
Los atascos (si nos armamos de paciencia, aunque sea difícil con la que está cayendo) sirven para lucubrar y observar al viajero, más bien familia, que el azar coloca a mano.
Algunos desaprensivos -psicológicamente poco estables- jetas o listillos, aprovechan cualquier circunstancia para adelantar, embutidos en artimañas ridículas, cuatro coches. Cual políticos, o viceversa, evidencian su inanidad ética y estética. ¡Pobres imbéciles! Como digo, estos tragos se llevan mejor meditando. Mis cálculos transitaban, es un decir, distinguiendo la diferencia entre lo que aporto al fisco en impuestos y aquello que recibo vía servicios o bienestar social. A mí, igual que a muchos conciudadanos, me incomodan -en este tema- dos cuestiones: la facilidad con que se evaden quienes debieran pagar por su status y el hecho archiconocido del trinque variado, asimismo variopinto, de los dineros públicos. Otra vergÁ¼enza más.
Políticos de distinto pelaje suelen referirse a la Marca España siempre que desean diluir responsabilidades por algo ya oneroso, incluso por proyectos cuya ejecución se presuma poco o nada lucrativo. A veces, utilizan la frase cual arma arrojadiza contra rivales, quizás ciudadanos, para conseguir a contrapelo anuencias y beneplácitos difíciles de otorgar salvo esta amenaza encubierta que demanda altas dosis de fe patriotera. Estos prohombres, amantes del eslogan, se conforman con la virtualidad del mensaje. Pareciera que el simple anuncio materializara, sin otra circunstancia, su contenido semántico (real o simbólico), como si Marca España se alimentara, se engrandeciera, con su propia fonética.
Un caballero se avergÁ¼enza de que sus palabras sean mejores que sus actos, detallaba el genial Cervantes. Locuaces y falsarios, los políticos tienen de caballeros lo que yo de astronauta; es decir, nada. Su preocupación por la Marca España es un sinsentido, un brindis insolente a la ciudadanía, al mundo. Hay que tener mucho descaro para ofertar algo que se desmorona, que aburre. Quien saliera de Madrid el día uno, por cierto fiesta del trabajo (paradoja que ensombrece el entorno), además de sufrir numerosos tramos intransitables, cotejaría cuánto sarcasmo acompaña al “bienhadado” eslogan. Algún extranjero que compruebe los raudos y entretenidos viajes vinculados a los puentes, junto a la presunta respuesta administrativa, estará al cabo de la calle respecto a lo acertado del concepto Marca España, en una nimia pero trascendente faceta.
El gobierno expresa que Marca España es una política de Estado cuya eficacia reside en el largo plazo. Sospecho que muy largo, añado. Respecto a su visión, agrega sin remilgos: “España es un país para visitar. Su historia, su patrimonio, sus entornos naturales, sus playas… todo invita a perderse y a descubrir”. Desconozco si al foráneo que padeciera semejante experiencia como la descrita, le quedarían ánimos para perderse por los senderos españoles. Me temo lo peor. Sin embargo, se cumplen a rajatabla las palabras de Bernard Shaw: “El estúpido dice que cumple con su deber cuando hace algo que debiera avergonzarle”.
Un comentario general afirma que los refranes hablan, y debe ser verdad. Hoy ocurre lo que apunta uno tremendamente popular: “Cuando los que mandan pierden la vergÁ¼enza, los que obedecen pierden el respeto”. Con todo, a los que mandan tal escenario parece traerles al fresco. Si no somos idiotas (ahí reside el quid) oiremos llantos y crujir de dientes en algunos meses. De lo contrario, seguiremos atascados políticamente; ahora sin remedio probable.