Antes de salir de la escuela primaria ya hemos aprendido a captar que la vida en sociedad se rige por principios como el de autoridades indiscutibles, el miedo, los castigos, el culto a la personalidad, la ley del más fuerte, la competición por destacar, la sumisión, la hipocresía, la mentira y el disimulo, las trampas y las alianzas ventajosas contra terceros.
Antes de salir de los circuitos de la educación, hemos aprendido que nuestra conveniencia es lo primero, aunque eso signifique para alguien humillación, dolor, o alguna clase de pérdida que de ninguna manera puede convenirle. Pero eso no importa al ego en su proceso de actualización de los propios programas insertos en los genes desde antes de nacer.
El pequeño ego de cada uno tiende a agrandarse con los años, y a medida que vamos creciendo y nos vamos insertando en la sociedad concretamos en nuestras relaciones personales y laborales todos aquellos programas originales añadidos a los aprendidos en los primeros contactos de relación con el mundo, incluyendo a nuestras familias y medio ambiente social inmediato (vecinos, calle, barrio). Naturalmente, hay pocas discrepancias entre ellos, y si las hay nos quedamos con la que más conviene a nuestro yo egoísta, no a nuestro yo altruista y desinteresado, normalmente de menor desarrollo en todo el mundo. Esto suele ser lo común del hombre común, y a este turbio equipaje donde nunca están lejos la presencia de la envidia, los celos y la ambición “caiga quien caiga”, se le suele definir como “la condición humana”, una condición ciertamente miserable, que suele aceptarse con una especie de molesto fatalismo y con un encogimiento de hombros. “Qué le vamos a hacer, si somos así”, parece ser una especie de mantra social. Pero este “ser así”, nos lleva a desconfiar a los unos de los otros. En última instancia nos tememos, pues no sabemos qué puede hacer o pensar un semejante ante lo que hago o pienso yo si me sincero totalmente, y por tanto solemos vivir las relaciones con un estado de conciencia no amoroso, sino desconfiado, donde siempre nos guardamos algún as en la manga “por si acaso”. Y ¿quién puede sentir amor cuando hay desconfianza? ¿Quién puede sentir siquiera el eco de la fraternidad? A menudo tenemos compañeros de viaje, pero nunca perdemos de vista nuestra mochila.
Las consecuencias en la vida colectiva
Si observamos todo eso, enseguida nos damos cuenta de lo que este supuesto progreso y este mundo deben a la desconfianza y al desamor.
«…el programa mental del egocentrismo…
ha triunfado en el mundo…»
La lista es interminable: desde las fábricas de puertas y sistemas de seguridad a compañías de seguros o de vigilancia que aseguran todo menos la vida; desde sofisticados armamentos, al espionaje político internacional ; desde el tráfico de armas, al tráfico con seres humanos. Estos son algunos peajes de esto que se llama progreso.
Un incesante control telemático sobre nuestros ingresos y gastos, nuestros movimientos en la ciudad, en las carreteras o en nuestro trabajo y muchas cosas más que tienen en común la desconfianza y el control sobre nuestras vidas y recursos, están convirtiendo nuestras sociedades en estados policiales. Se pone así en evidencia que los viejos programas del ego aprendidos en nuestros años o vidas anteriores no cesan de actualizarse; que el desamor, y por tanto el miedo y la desconfianza llevan fácilmente al deseo de poder dominio y control de unos sobre otros, donde siempre hay quien acapara más poder y dominio. ¿Cuál, si no, puede ser la base de la explotación, extorsión y esclavitud de unos seres humanos por otros?… ¿Cuál puede ser, si no, la razón por la que los que alcanzan mayor poder se aseguran de que no les sea arrebatado por aquellos a los que desposeyó, cuando el humano egocéntrico confunde la venganza o el Derecho con la justicia, o cree que los poderes que ha usurpado lo son por la voluntad divina?
El viejo programa mental del egocentrismo, ese que propugna como la regla básica de la vida el “mío, mi y para mí”, que es una fuente de división y enemistades, es al fin y al cabo el que ha triunfado en el mundo, y aquellos que han conseguido alcanzar alguna altura, sea la que sea, lo aplican en la medida de sus posibilidades; a más altura, más víctimas de su egocentrismo, y en consecuencia más enemigos que desean venganza. Se establecen así jerarquías de dominación que va desde la familia patriarcal, el patrón o el jefe de oficina hasta el Imperio Neoliberal que nos toca soportar como consecuencia de no existir una masa crítica suficiente que haya superado por su parte la fase egocéntrica, ni por tanto la fase de la conciencia social, cuánto menos la siguiente fase, la de la conciencia espiritual. Esa masa crítica es hoy más necesaria que nunca. Y esta es la única razón para poner en circulación esta clase de ideas sin pretender convencer con ellas de otra cosa que de la necesidad de abrir los ojos a los dormidos, de decirles: mira lo que pasa, ¿qué te parece y qué estás dispuesto a hacer o a no hacer?
En su libro “Mi concepción del mundo”, escrito en los años cincuenta del siglo pasado, Ervin SchrÁ¶dinger, premio Nobel de Física, dice con respecto a la evolución tecnológica de nuestra civilización occidental en detrimento de otras áreas del cerebro o de la cultura:
“Parece como si un órgano que se desarrollaba con vigor hubiese ejercido una influencia dañina y atrofiante sobre todos los demás” (sic)… “Lenta e imperceptiblemente, el destello de la sabiduría india casi se consumió; destello que el maravilloso “Rabí” a orillas del Jordán atizó en brasas vivas que nos iluminaron durante la oscura noche del Medioevo; palideció el brillo del renacido sol griego, bajo el cual maduraron los frutos de los que hoy gozamos. El pueblo ya no sabe nada de todo eso. La mayoría se ha quedado sin apoyo ni guía. No cree en ningún dios ni dioses, conoce la Iglesia solo como partido político, y la moral como una molesta limitación… Resurgió, por así decirlo, un atavismo general, y la humanidad occidental está hoy en peligro de descender de nuevo a un grado de desarrollo anterior y mal superado: el profundo e ilimitado egoísmo alza su sarcástica cabeza y dirige con su puño irresistible, formado por viejos trucos, el timón de un buque que se ha quedado sin capitán”.
Si estas afirmaciones son ciertas, y parece que lo son ahora más que cuando SchrÁ¶dinger las escribió; si la tecnología aplicada al progreso material lleva sin remedio a un naufragio colectivo, es que estamos ante el mayor y más grave de todos los problemas que hayamos tenido como humanidad, un problema que traspasa las fronteras físicas desde que existe eso que se viene llamando globalización, una grave enfermedad que ha contagiado a todo el Planeta. El virus que la provoca no es otro que el egocentrismo sin fronteras, el enemigo mortal de la conciencia libre. Este es el motor del Nuevo Orden Mundial, la Internacional Feudal de los ricos, aliados entre sí para dominar al resto.
Estamos ante un enorme reto tanto histórico como personal ante el cual es difícil encogerse de hombros, a no ser que uno esté muerto o bajo el hipnotismo de los dominadores de su conciencia, da igual que estén en este mundo o no, pues lo igual atrae a lo igual en cualquier parte del Universo.