En los últimos cuarenta o cincuenta años hemos vivido en España espectaculares cambios políticos, económicos y sociológicos. Cabría destacar la forma en que la sociedad se plantea la atención a las personas dependientes, gravemente discapacitadas o que han entrado en la recta final de su vida y requieren cuidados paliativos o prestaciones muy especiales.
En épocas pasadas la mujer asumía, se puede decir que con exclusividad, el cuidado de ancianos, enfermos crónicos, terminales, grandes discapacitados… Por entonces se consideraba un verdadero baldón confiarlos a la atención de los llamados “asilos” o “casas de misericordia”.
Una doble conciencia parece abrirse paso. A pesar de que el Estado no escatima en recursos para atender a quienes sufren enfermedades crónicas, degenerativas o terminales, jamás podrá aportar una respuesta integral a las carencias de los colectivos más frágiles y más vulnerables.
Nunca podrán suplir el calor humano que solo puede provenir de un entorno familiar cordialmente implicado y emocionalmente solidario con quienes sufren el azote de un mal crónico o se enfrentan al desafío de saberse atrapados por una enfermedad irreversible.
Cuando alguien que nos es próximo y querido es golpeado por una enfermedad invalidante, progresiva o degenerativa se provoca en nosotros un fuerte conflicto emocional que altera nuestro universo afectivo y distorsiona, de alguna manera, el normal discurrir de nuestra capacidad de pensar. El aumento de los niveles de estrés puede provocar que las relaciones interpersonales se tornen confusas y que quienes rodean al enfermo, empujados por su generosidad, no sepan “administrar” su dedicación y compatibilizar sus atenciones al más necesitado con otras responsabilidades interacciónales que no sería prudente descuidar.
Pero es preciso, al mismo tiempo, tener la lucidez de saber economizar los esfuerzos. Sobre todo para no quedar atrapados en el doloroso sentimiento de frustración que puede invadirnos al comprobar que nuestros sacrificios, y renuncias personales no frenan el deterioro progresivo de una enfermedad que no podemos detener o de una dependencia que el tiempo acentúa y convierte en irreversible.
La solidaridad familiar con el enfermo es un extraordinario valor que nos humaniza y nos hace mejores personas, pero no debe ser un pretexto ni para abandonar nuestra propia vida, ni para descuidar al resto de la familia. No somos dioses y no podemos cargar sobre nuestras espaldas un peso superior al que podemos soportar. Quizá también el de la verdadera humildad que nos permita pedir ayuda, una buena red social en la que apoyarse es una bendición. Y pedir ayuda un signo de madurez. Por una doble razón: es indicio inequívoco de que reconocemos nuestros límites, y habremos entendido que “pedir” es la mejor forma de dar… A quienes pedimos ayuda les estamos haciendo donación de nuestra debilidad y de nuestra confianza, y le estamos brindando la oportunidad de dar testimonio de su propia generosidad. Hay pocas cosas que gratifiquen más a un ser humano.
Acompañar es la palabra clave. Aceptad sus preguntas, favoreced la expresión de sus dudas, facilitad que ventile sus temores, expresarles vuestro reconocimiento… Tened presente que nada alivia más a quienes se aproximan al momento definitivo que la presencia serena de los suyos, la compasión de quienes les son próximos… Nada como sentir a su lado el aliento de quienes han sido los hermanos por quienes siempre se han sentido amados.
Cuidar a un enfermo terminal puede convertirse en una frustración física y psicológica. Requiere un esfuerzo que no conoce el límite, y se tiene conciencia de que los resultados no siempre se verán recompensados con la recuperación de la salud.
El objetivo es brindarle todos los recursos que estén a nuestro alcance para que, en su situación de debilidad extrema, llegue a su ritmo, de forma gradual a la aceptación e integración de sus pérdidas: vigor corporal, claridad de juicio, fragilidad emocional…, incluyendo la principal pérdida que no es otra que la propia vida…
No es momento para consejos morales, ni para perderse en un laberinto de mentiras piadosas para enmascarar una realidad que el enfermo percibe a través de los diversos códigos del lenguaje no verbal.
Es momento de los gestos, de la proximidad, del contacto físico… De la disposición a acoger los fantasmas que pueblan su mente y de satisfacer las necesidades de su corazón, de ayudarle a que se despida de este mundo con paz y serenidad, reconciliándose consigo mismo y con el entorno que le ha tocado vivir.
por José María Jiménez
Catedrático de Filosofía, terapeuta familiar y vicepresidente internacional del Teléfono de la Esperanza
www.telefonodelaesperanza.org