En una posada del Camino de Santiago se reunieron un hombre de Dios, un peregrino y un sacerdote. Se quejaba el sacerdote de las pocas limosnas que daban los fieles. El peregrino argumentaba que, ya que iba en penitencia, se contentaba con lo que le daban, y el hombre de Dios permanecía en silencio. Les preguntó el sacerdote cómo distribuían lo que recibían de las gentes.
– Al final del día, – respondió el hombre santo -, suelo trazar un círculo en el suelo y lanzo las monedas al aire. Las que caen dentro del círculo las utilizo para mis necesidades y las que caen fuera del círculo las empleo en el servicio de Dios, esto es, en ayudar a los más pobres.
– Pues yo, – dijo el peregrino -, también hago un círculo en el suelo y tiro las monedas al aire. Las que caen dentro del círculo, las ofrezco al servicio divino, y las que caen fuera me las reservo para mis necesidades.
– Yo también, queridos hermanos, – intervino con unción el sacerdote -, dibujo un círculo en el suelo. Las que caen al suelo me las reservo para mis necesidades, que son muchas, y las que no caen son para Dios. No en vano nosotros los servidores del templo somos profesionales de la caridad y ésta, bien entendida, comienza por uno mismo.