En la antigua China, vivía un ermitaño que tenía fama de poseer poderes extraordinarios. De joven, en su pueblo, se ocupaba de los enfermos.
Su porte era natural y sus maneras armoniosas. Hacía todo con sencillez y siempre con una sonrisa que sostenía su mirada de afecto hacia las personas que sufrían.
Su secreto residía en actuar con toda naturalidad. Se inclinaba ante el enfermo, musitando el Jai Ram (“me inclino ante la divinidad que te habita”), después, permanecía un rato en silencio absorbiendo todo el dolor del paciente mientras éste hablaba. Luego, se levantaba, tomaba agua clara, y la vertía sobre el miembro afectado, o sobre la cabeza o las manos del que lo había llamado. O les rascaba con brío las plantas de los pies sobre las que aplicaba aceite de oliva, manteca de leche de vaca primípara, o hierba buena con raíces de jengibre. Hacía emplastos de líquenes y aplicaba cataplasmas de mostaza. Hervía hierbas aromáticas y hacía aspirar sus vahos a quienes manifestaban dificultades para respirar. O los bañaba en un abrevadero de animales en un agua tibia en la que había dejado macerar durante una noche de luna grandes cantidades de flores y de plantas aromáticas. O quemaba toda clase de plantas en el baño de vapor con piedras ardientes sobre las que derramaba granos de cáñamo macerados en agua con hongos adecuados. Y, después, velaba sus sueños para matar a los demonios según iban saliendo del cuerpo del doliente, mientras la familia esperaba conmovida en el porche de la casas.
Todo esto lo hacía Senrín hablándoles en voz baja, moviendo sus manos con suavidad y armonía, mientras se deslizaba por la habitación envuelto en el humo del sándalo que se expandía al contacto de sus ropas.
Cuando entendía que el enfermo de melancolía o de ira o de miedo o de celos o de hastío, se aquietaba y se dejaba hacer, volvía a inclinarse ante él, mientras juntaba sus manos y mirándole a los ojos con su apaciguadora sonrisa, le decía “¡Namasté!” (“tú y yo somos uno mismo”).
Recogía sus cosas y regresaba a su huerto o se subía al monte en busca de plantas y de silencio.
Llegó un momento en que su fama se extendió de tal forma que acudía gente con enfermos desde los lugares más remotos. Su vida sencilla y austera, regalada con el cuidado de su jardín y con sus paseos por el bosque, se fue haciendo difícil.
Intentó formar a discípulos pero la avidez y codicia de estos, les hacían desistir y comenzaron a propagar que el maestro Senrín tenía poderes mágicos, que seguro que tenía tratos con espíritus del bosque o, quién sabe, con algún diablo o cazadores de la noche.
Un día, uno de los más prometedores aprendices, incapaz de asumir su fracaso, amotinó a las gentes acusando de brujería al sanador venerado.
A pedradas salió el ermitaño del pueblo mientras las gentes gritaban “¡Ya nos temíamos algo! Así regalaba todo lo que le daban y su casa no tenía puertas ni su despensa descansaba. No podía ser nada bueno. ¡A ver!” Y seguido de esos gritos de “¡A ver! ¡A ver! ¡A ver!” se fue hacia la montaña seguido por un perro que lamía la sangre de sus heridas y borraba su rastro en las piedras del camino.
Pasados los años, el rico hacendado que había pretendido ser su discípulo se enteró por unos pastores de dónde residía el Maestro y acudió a pedir su bendición, arrepentido por haberle causado tanto daño.
El anciano lo acogió con la sonrisa de siempre, le preparó el té y le acomodó un estrado en su cabaña con unas pieles para que se abrigara.
A la mañana siguiente, antes de la partida del rico hacendado, el anciano Maestro quiso hacerle un regalo y transformó con su dedo una piedra en un bloque de oro puro. El comerciante no quedó satisfecho y permaneció en silencio mientras el Maestro Senrín señaló con su dedo una enorme roca que también se convirtió en oro de 36 quilates. El adusto personaje no sonrió.
– ¿Qué deseas, pues? – preguntó triste el Maestro.
– Quiero ese dedo, ¡córtatelo!
J. C. Gª Fajardo