Casi nunca había salido más allá de unos kilómetros de la frontera marcada por la espesura vegetal de la selva amazónica. Pichamª es un anciano de la etnia shuar, el grupo más numeroso de la gran Nación Jíbaro, famosos reductores de cabezas humanas, hasta hace dos generaciones. Calor tropical, lluvias que caen con fuerza atorrante, sudor, vegetación de frondosidad desconocida en el Viejo Mundo… su decorado cotidiano. Se llamaba Pichamª (con la ª final expirada), pero cuando los misioneros se instalaron en su territorio ancestral, allá por los años 1950, pasó a llamarse Carlos Pichama, con la a final pronunciada como en castellano y convertido su nombre shuar en apellido oficial, pero para su Nación sigue siendo Pichamª. Cuando le conocí tenía entre 65 y 70 años: su pueblo nunca había sentido interés por fijar la fecha exacta del nacimiento. Hoy tiene más de 90 años.
Conviví con Don Carlos durante casi cinco años con interrupciones. Yo, antropólogo, preguntaba sobre su vida y él, curioso como una ardilla, respondía y me preguntaba sobre mi mundo, y pedía fotos de mi casa y familiares. Todos somos exóticos para los demás, no hay buenos ni malos sino variedad y en ella reside la vida. Le prometí que algún día, antes de morir, le invitaría y podría conocer mi gente. Pasó el tiempo y el momento llegó en 1997.
Noviembre de 1997. Le recojo en pleno invierno en el aeropuerto de Madrid donde había aterrizado -literalmente- con las manos en los bolsillos, camiseta de manga corta y la esperanza de que su amigo lo acogiera. Le doy una gruesa chaqueta para protegerlo del frío invernal castellano y cogemos el coche para trasladarnos de ciudad. En la autopista pregunta: ¿Dónde camina gente? Aquí no hay personas ¡todo son máquinas! Don Carlos, dentro de cada máquina va una persona, o tal vez más. Pero nadie se ve, nadie saluda dentro de máquinas. No, la autopista es solo para coches. Las personas tienen prohibido andar por aquí. Entonces ¿importan más máquinas, que usan camino bueno, que personas? No es eso con exactitud, también las personas tenemos lugares bonitos donde estar. Pero no hay forma de convencerlo. Pichamª se maravilla de la velocidad que alcanzan nuestros coches, insiste: …en tierra donde yo, personas andan tranquilas. Cada cual carga su herramienta, machetito, escopeta. Cuando se cruzan, paran así sea un momento, charlan. Todo mundo respeta otros, todos saben qué cosa es de quién y nadie robaría. Pero aquí nadie conoce nadie, todos cierran en coche y andan veloces ¿Cómo harán para saber qué es de cada cual y no robarse? Las máquinas vigilan y lo recuerdan todo, explico, y le resulta fácil de entender al observar que pago la autopista con una tarjeta colocándola en la boca de un artilugio que después de cobrar, escupe mi pedazo de plástico y emite un sonido estertóreo: ‘Recoja su tarjeta. Buen viaje’ (¡malditos sean los aparatos que pretenden mi imagen y semejanza!). Más tarde paramos en una gasolinera y Pichamª ve como la máquina del tabaco sabe entenderme cuando señalo una marca tocando un botón con suavidad y me devuelve el cambio con otra sórdida grabación de voz humana: ‘Su tabaco, gracias’. Mi anciano amigo acaba de convencerse de las múltiples funciones de las máquinas al percatarse de que no se ven policías, lo cual le sorprende ya que en Ecuador -como en la mayoría de países sudamericanos- las carreteras están regadas de uniformados, pero aquí el control informático es mucho más implacable y sutil.
Como todo ser vivo despierto, lo primero a controlar por Pichamª son los parámetros básicos: el espacio y el tiempo. Me pregunta repetidamente: ¿Cuánto tiempo hemos tardado de allá a aquí? ¿qué distancia recorrer en ese tiempo? Luego mira al cielo y se queda extrañado: ¿Cómo camina sol aquí? En mi tierra está en lo alto, anda de Este a Oeste, aquí camina bajo, pasa casi rozando horizonte. Esto es ahora, en invierno, le explico. En verano también el sol se alza hasta la cima de la cúpula celeste y luego baja por el Oeste. Durante los días siguientes Don Carlos observa con detalle el camino solar hasta que, al final, exclama contento: Ya conozco orientarme ¿Dónde es mi tierra? Al Oeste. ¡Bueno es!, y señala correctamente la dirección de América. Si me pierdo, andaré hacia allá hasta llegar país mío. Y eso era lo que había sucedido en el aeropuerto: cuando él llegó no coincidimos en el punto de encuentro y estuvimos más de una hora buscándonos. Cuando lo hallé, estaba en un pasillo preguntando a alguien para que le indicara el avión de regreso. Había estado volando más de ocho horas en dirección levante, ahora solo tenía que encontrar el avión que volara ocho horas en dirección poniente y entrar en él para regresar a su tierra.
¿Cómo queréis que vida os vaya bien? -reflexiona el anciano shuar ante un humeante cafetito-. Eso que hacéis, que todos escoger quienes mandan es desatino… Hay hombres o mujeres que tener Grandes Sueños y por poder que dan esos sueños pueden mandar sobre otros, pero mayoría de personas son pobres diablos, nunca tener buen sueño ¿qué hacen estos diciendo quien debe mandar? ¡Por puro capricho han de escoger! Luego nada camina bien. Este razonamiento resume su cosmovisión: dan mucha importancia a los sueños nocturnos y a las visiones tenidas bajo el efecto de los enteógenos (alucinógenos) que consumen. Así orientan bien sus vidas y no entienden demasiado que alguien pueda actuar razonablemente de otra forma.
A Pichamª también le cuesta entender que existan blancos pobres como ellos, los indígenas. Los shuar imaginan a todos los occidentales ricos. Pero… ¿Cómo hace blanco para ser pobre? Esta pregunta es repetida en medio del más inusitado desconcierto por el atónito amazónico. Ellos se saben pobres, no tienen platita ni forma de obtenerla, pero ¿cómo puede ser pobre un blanco con todas las riqueza que hay aquí? Ahí lo dejo… es difícil explicarle como se reparte la riqueza entre tiburones y atolondrados.
Los indígenas amazónicos viajan mucho por dentro de la espesura selvática. Visitar chozas familiares o de socios, a menudo a más de diez días de distancia a pie, es frecuente. Para ellos, la visita es algo institucionalizado. De aquí que Pichamª no pare de preguntar: ¿Cuánta distancia hoy recorrimos? cada vez que cogemos el coche para trasladarnos de ciudad. Trescientos kilómetros en dos horas y poco, como de tu choza hasta Quito. Me admiro ¡tanta velocidad! En mi tierra estaríamos un día en gran autobús, y unos dieciséis si ando, responde conmovido.
Más preguntas importantes. ¿Cuánto tiempo hace existe España?, me lanza un buen día. Difícil de decir, pero hace más de mil años. ¿¡¡Mil años!!? Me admiro de tantas ciudades grandes, hermosas, algunas con murallas de dos mil años dicen, luces, gente mirando, todos andan en coche… Nosotros, shuar, sólo somos unos cuarenta mil. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar para llegar así? Carlos, cada pueblo sigue su historia. No debes contar los siglos que faltan a tu pueblo para ser como nosotros, no tenéis que esperar mil años para tener electricidad, coches, tiendas… Tal vez mejor no inundar la selva con todo esto. No sé cómo será futuro -responde con humildad-, pero somos poquitos. ¡Púchica! comparando… en cualquier pueblito de aquí caber todos nosotros.
Pichamª se extraña por la ausencia de niños. En su tierra, corren por doquier, lo invaden todo con sus risas y diabluras, son la vida misma. Aquí no se ven por ninguna parte. Don Carlos pregunta ardiente de curiosidad: ¿Dónde andan chiquitos? No se ven parte ninguna. Vivo días ya en tu país y no he visto un sólo niño en calle? Están en los colegios donde aprenden a leer, a escribir y otras cosas. ¿Encerrados en colegios viven? No, pasan ahí algunas horas al día. ¿Y luego? Luego van a sus casas y ahí miran la televisión, escriben sus deberes, juegan. A veces los padres los llevan también a otra escuela por la tarde para aprender más cosas: música, informática, deportes… ¿Nunca salen monte a jugar, perseguir animales, coger frutas? En general, nunca o muy pocas veces. Por eso ha de ser que ustedes son serios. Casi nunca ríen. ¡Todavía no visto reír nadie!. Sí sonríen, ustedes, pero reír… poquito, sentencia con calma Don Carlos. Pobres niños. Cuando yo tenía por ahí ocho años, papá me hizo cerbatana ligera y cazaba pájaros, andaba bosque, reía con animales, conocía todos rincones de selva para esconderme y a veces llevaba hermanitos chiquitos para mostrarles. Cuando faltaba comida papá decía que fuera por ahí, a selva a buscar algo para comer más tarde. ¡Yo corría…! No bueno que niños estén encerrados. ¡Tantos estudios! ¿para qué será? Yo me admiro máquinas de aquí… vuelan, hablan, recuerdan cosas… pero ¿y personas? Todos son muy amables conmigo. No tengo queja que hacer pero ¡parece máquinas mandan!. Calles anchas para ellas, para coches. Uno no puede ni pasar en algunos lugares ¿Por qué así? No sé que responderte Don Carlos. Se estudia para saber y es cierto que luego casi nunca se aprovecha todo lo que se estudió, pero ayuda a pensar mejor. Bueno ¡así debe ser, pues!
La falta de hijos entristece a Pichamª. Le despierta una inmensa compasión, perplejidad y maravilla a la vez: ¡Incluso existen de ustedes que no tienen ninguno por no quererlo! En cualquier familia shuar hay cinco o quince hijitos. ¿Cómo pasará usted vejez? -me pregunta riendo-. Hijos son risas cuando llega viejo. Hijos deben enorgullecer a padres y esto hace que hijo sea mejor cuando recuerda papá y consejos suyos. Para eso hay que tener hijos, para mejorar vida. Luego, cuando uno muere, tiene a quien dejar sus cositas, y siquiera alguien te recordará. Ustedes tienen ninguno o uno solo hijito, eso no bueno. Hay que tener dos o más. Uno sólo no puede llamar nadie ‘hermano’, ¡es importante tener alguien quien llamar hermano!
Pichamª interroga con insistencia y pasión sobre la causa de esta negativa a procrear, es lo que más le cuesta entender del mundo de los blancos. Ustedes deben tener hijos para no romper vida. Vida es rueda que camina pero hay que tener hijos para que así sea. Aquí todo el mundo trabaja mucho, Don Carlos. Hay poco tiempo para jugar y educar a los niños, y los hijos son caros de mantener. Me mira con intensidad. Si no hay hijos es como árbol sin semillita. ¿Para qué vive, entonces? ¡Nada! Usted pasa trabajando mucho para ganar plata, pero si no tiene hijos a quien dejarla ¿para qué sufrir tanto? ¿Sólo para almacenar plata? Eso cuesta entender. La misma furia le despierta a Pichamª saber que hay personas que tienen mucha tierra en propiedad pero que nunca la trabajan ni visitan. Donde yo vivo, uno anda por ahí y ve a todos en sus tierras propias, unos cazando, cultivando huerta, otros limpiando caminito ¿cómo aquí hay gente que no ocupa tierra suya? ¿no aman tierra? Le deja perplejo lo que interpreta como descomunal egoísmo. La imagen final es que somos amables, aunque inconscientes y bobos. Cualquier shuar sí sabe lo que haría en concreto si tuviera dinero, pero para ustedes almacenar plata es solo costumbre sin sentido. También le sorprende el desbordante interés de los blancos por el sexo y eso de unirse bocas durante rato, a ellos no les despierta placer alguno: ¿para qué harán?, me pregunta.
Visitamos una universidad, el mar (…me maravilla mar, nunca vi ni en sueños). Alguno de los amigos con quien charlamos vive solo. También eso interesa a Pichamª y pide saber más. Muchas personas viven solas, jóvenes y ancianos, le explico. ¿Cómo poder vivir solos? Cuando uno está solo tiene que hacer todo trabajo, de hombre y de mujer. En mi pueblo, persona que vive sola da mucha pena, pobrecito… dirán: ‘su esposa ya dejó y ahora debe trabajar como dos y estar abandonado en su chocita’. No entiendo, ustedes extraños en esta cosa de vivir solos. ¡Y tanta gente así…! divorciados, separados, solteros. Los shuar tienen lo que se denomina una estructura natural del trabajo -las mujeres cuidan de la huerta y la choza familiar, y los hombres salen a cazar, a pescar y a enfrentarse a las agresiones- de ahí que cuando algún shuar vive solo queriendo, por ejemplo los homosexuales, lo primero que despierta en los demás es extrañeza y una profunda tristeza por su soledad y el trabajo doble que debe realizar para poder vivir ¡mala suerte desear esto! Pichamª lo relaciona con la existencia de locos entre los occidentales. En pueblo mío no existe eso ustedes llaman locos. Sí hay mujeres que lloran, a veces chicos que andan asustados y escapan de casa, hay hombres que emborrachan pero no hay locura. ¿Para qué existen locos entre ustedes? ¿Por qué habrá gente que no puede pensar bien? Será de vivir solos… Vivir personita sola… eso es algo extraño.
Maravillado de las ciudades y de las máquinas que entienden casi todo, agradecido por la amabilidad en el trato recibido, estupefacto por la falta de sentido de la vida que él ve en los europeos. Esa es la brutal síntesis de la estancia de un shuar entre nosotros.
Un par de comentarios más
Algunas etnias americanas denominan a los occidentales Hermanos Menores, y ellos son los Hermanos Mayores. Los Hermanos Menores hacen mucho ruido, estropean la naturaleza y son inconscientes que no saben lo que significa respetar la vida. Suerte que estamos los Hermanos Mayores, afirman, que con nuestros ritos ancestrales y nuestras acciones mágicas restauramos el orden para que la vida siga en todo el universo. Estos pueblos dicen saber de otros Hermanos Mayores que viven en distintos rincones de la Tierra -en Polinesia y aun más lejos-, pero nunca son blancos. El artículo es la narración hecha al vuelo de la corta estancia de Pichamª, un anciano shuar (jíbaro) entre nosotros. Ellos, los shuar, no nos llaman Hermanos Menores, pero a él sí se le puede considerar Hermano Mayor.
Los shuar nos perciben como seres pastosos. No hay forma de andar con un blanco por la selva sin que asuste los animales, y animal huido, plato que desaparece… Para postre, los blancos no soportan el dolor ni aguantan los duros rituales que dan sentido a la vida. Son como niños bobos incapaces de vengarse de los enemigos cuando, a ojos de cualquier shuar, hay ocasiones en que el cielo clama venganza. Nos ven bastante faltos de masculinidad, de poder personal, a pesar de nuestras envidiables máquinas. Saben que la prestancia que da brillo a las personas solo se adquiere por medio del no abandono a los caprichos, del silencioso autocontrol frente a los vientos exteriores. Algunos shuar dan ciertas plantas a sus vástagos para que al evacuar las heces vayan duros: los excrementos blandos son interpretados como falta de carácter y se ríen con sarcasmo cuando saben que los occidentales desean justamente evacuar con suavidad. No obstante, anhelan las medicinas eficaces de que disponemos y los recursos técnicos para movernos con rapidez a gran distancia.