Me ha venido a la memoria recientemente un fragmento de la película La caída del imperio romano, de Anthony Mann (1964).
Tras la muerte de Marco Aurelio, vencidos los bárbaros de Germania, el Senado acoge un acalorado debate sobre la posibilidad de conceder a estas tribus la ciudadanía romana y permitir que sean productivas para el Estado en las provincias despobladas del norte. Una facción de arrogantes patricios, bien alimentada por el nuevo emperador Cómodo, se opone con vesania a la propuesta, apelando al terror, alertando del peligro que supondría para la civilización romana un gesto de flaqueza como el perdón del enemigo debelado. La palabra traición se dispara como una flecha de aviso. Alguien protesta, trata de explicarse. Muy bien –concede el orador, cortante–: que trabajen las tierras, que produzcan, pero como esclavos. Así es como se ha hecho siempre. Resuenan por los escaños murmullos de aprobación. Sonríe el César. De pronto, alguien se pone en pie. Un venerable padre conscripto toma la palabra. Tras desacreditar a su adversario valiéndose sólo del sentido común al que obligan los años, replica con un argumento que estremece los mármoles de la Cámara. Hay millones de seres humanos que esperan a nuestras puertas. ¡Abridlas!, antes de que las derriben para aniquilarnos. Pero pronto.
La enseñanza, a fuer de simple, es de un pragmatismo contundente: ataja el problema mientras aún existe una solución. O bien, más en la línea taoísta de Bruce Lee: deja que el agua fluya y no inundará tu campo. La amenaza no son los bárbaros; no lo fueron nunca. Si algo puede hacer tambalear los cimientos de una civilización es la pérdida de perspectiva, el anquilosamiento de las posturas. Roma cayó y la lección todavía está por aprender. Y tempus fugit.
El recuerdo de estas reflexiones me parece hoy más pertinente que nunca, pocos días después del anuncio oficial de la elección de Madrid como sede del polémico complejo de casinos del no menos polémico magnate estadounidense Sheldon Adelson, presidente de Las Vegas Sands Corporation. Y me explico. Si Eurovegas era, desde que se dio a conocer el proyecto, sinónimo de discordia y conflicto, con su aprobación es ya un campo de batalla que se recrudece día a día; un ring en el que la clase política puede lucir músculo programático y donde la indignación social ha encontrado una inesperada válvula de escape a la presión de la crisis, aunque el vapor es tan denso que apenas deja ver nada con claridad. Pero gobernantes y gobernados, a pesar de todo, a través de medios de comunicación y plataformas virtuales, parecen haberse puesto de acuerdo en su diagnóstico de situación. Ahora, están en disposición de predecir los dos síntomas terribles que, en su opinión, inevitablemente, se derivarán de esa enfermedad que es el turbio universo del juego: la prostitución y las drogas.
Si algo puede hacer tambalear
los cimientos de una civilización
es la pérdida de perspectiva,
el anquilosamiento de las posturas
Más allá de la cuestión sobre si Eurovegas será o no, en efecto, esa Arcadia que la señora Aguirre promete –pregunta que cuenta con la dificultad añadida de que se formula desde la necesaria inquietud económica, pero que se pretende responder en base a prejuicios ideológicos–, o de la posible concesión de privilegios fiscales y cambios en materia de legislación laboral a los que, presuntamente, Adelson estaría condicionando su inversión en España –asuntos que requieren un tratamiento aparte y más en profundidad–, cabe plantearse si, como se insiste con tanta vehemencia desde determinados sectores, prostitución y drogas son en realidad los demonios que se proclaman, o si lo son únicamente porque se trata de fenómenos que tienen lugar en un contexto de forzosa marginalidad. Se critica el proyecto, por tanto y sobre todo, porque se asume que atraerá como un imán a proxenetas y traficantes, dispuestos a hacer su agosto a la sombra de las luces de neón. Si es así –y negar hoy este pronóstico es poco menos que blasfemia para algunos– más valdría prevenir que curar. Pero, entonces, ¿cuál sería la solución? Muy fácil. Basta con recordar las sabias palabras del romano y aplicarlas. Si prostitución y drogas ya aporrean nuestras puertas, si amenazan con echarlas abajo e invadirnos, abrámoslas antes de que ocurra. Evitemos la inundación aliviando la presa. Esto es: legalicémoslas.
¿Qué mejor antídoto para combatir la infección del crimen organizado cabe imaginar que un régimen de competencia que ponga de manifiesto la incapacidad de los mafiosos para obtener beneficios en un entorno libre de coacciones? El principio lógico es tan nítido que sonroja enunciarlo. Del mismo modo que no existe un tráfico clandestino de patatas porque cualquiera puede decidir donde comprar, buscando siempre el mejor precio, ¿qué necesidad tendría el eventual consumidor de acudir a los circuitos ilegales en busca de drogas o sexo cuando los puede conseguir en el mercado, sin riesgo de violencia física y con garantía de calidad? Privada de la exclusividad de la producción, distribución y servicio, sin métodos ni poder de convicción para mantener a sus clientes, la criminalidad desaparecería como desaparecen los malos negocios: por quiebra. Y es que la ilegalidad no deja de ser un monopolio –como todos los monopolios, concedido y mantenido por gracia del Estado, que en este caso, paradójicamente, es la prohibición– que enmascara la completa ineficiencia empresarial de los delincuentes.
Si aceptamos que vivimos en una sociedad que concede valor a la tolerancia –al menos nominalmente–, no costará demasiado entender que el problema no son las drogas o la prostitución per se, sino la falta de libertad y seguridad del ámbito en que circulan. Y si aceptamos, del mismo modo, que los individuos tienen pleno derecho a desarrollar las actividades y ocupaciones que juzguen oportunas, respetando el principio de no iniciar el uso de la fuerza, la única conclusión coherente es que el Estado debe arrumbar de una buena vez la trasnochada costumbre de organizar la sociedad tendiendo alambradas jurídicas –al margen de la propia naturaleza humana– que dejan extramuros de la normalidad todo aquello que no se considera seguro o correcto en función de criterios viciados.
Si el deseo es formar a ciudadanos responsables, es imprescindible que antes se les devuelva la autonomía personal y el poder de decidir sobre asuntos que refieren estrictamente a la esfera privada. Es perverso hasta lo indecible imaginar una autoridad competente para legislar sobre el modo en que dos adultos pueden relacionarse en términos sexuales, o que pueda declarar a un hombre inhábil para consumir sustancias cuyos efectos no suponen un riesgo para el organismo de terceros. Y sin embargo, no hace falta leer a Orwell para encontrar algo así: basta con revisar la arquitectura de nuestro actual sistema.
El revuelo mediático de Eurovegas ha revelado, entre otras, que en España, y muy en contra de lo que constantemente se afirma, no padecemos un régimen de liberalismo radical, sino más bien un marco de asfixiantes regulaciones contradictorias, que lastran el avance social y económico.
¿Por qué no se permite a empresarios y trabajadores que exploten las posibilidades de un sector que, para variar, tiene demanda? Sin ser la panacea para salir de la recesión, ¿tanto mal haría aumentar, siquiera en unos centenares de puestos, la oferta de empleo en España?, ¿o el número de cotizantes a la Seguridad Social? Y, así mismo, producto de la inexorable evaporación de las mafias gracias al libre mercado, ¿sería desdeñable el ahorro en gasto policial que se destina a la lucha contra el crimen organizado? ¿A las campañas contra la drogadicción, a la persecución de prostitutas y clientes? ¿Cuál es el motivo inconfesable? ¿Dónde está el escándalo que tanto abochorna? ¿Qué razonamiento es ése que puede justificar la venta irrestricta de cuchillos de cocina, potencialmente letales, pero que al mismo tiempo censura y proscribe la comercialización de la cocaína y la marihuana? La respuesta es una para todas: el pavor del Estado ante el panorama de perder la supremacía que le otorga la intervención casi ilimitada del poder político en la vida particular. La reticencia de sus representantes, en última instancia, a admitir que cada vez existen más espacios en los que su acción paternalista no es sólo innecesaria, sino palmariamente nociva.
Con todo, puede que no sea tan descabellado pensar en el peor de los mundos, en un escenario donde se ilegalizasen los cuchillos de cocina –como de facto prácticamente es ilegal el tabaco en España–, cara a presentar una aparente consistencia ética que sirva como excusa para seguir respaldando la injerencia sistemática de la Administración. Y es que, así como el pecado favorito del Diablo es la vanidad, el del Estado sin duda es la arrogancia, como certeramente advirtió Hayek. Una arrogancia que le lleva a desechar, incluso, una irrepetible oportunidad de ganancia por vía de nuevos impuestos, que bien podrían evitar, o al menos ralentizar, la debacle de un modelo, mal llamado del Bienestar, que, debiendo ser garantía de prosperidad para todos, hoy no es más que la bisutería que adorna una democracia cada vez más hortera.
Decía Montesquieu que allá donde prepondera el comercio las costumbres son dulces. El triste e inevitable corolario, pues, es que allá donde se impida, los hombres se verán y se tratarán como objetos, simples herramientas o mercancías, no como colaboradores voluntarios que participan en un proceso productivo. ¿Habrían existido Al Capone y Lucky Luciano de haberse rechazado la Ley Seca? ¿Continuó la mafia con el contrabando y la extorsión ligados al alcohol allí donde se permitía su venta? La historia, como el algodón, no engaña. La legalización permitiría que, cuando los casinos comiencen a funcionar en Madrid, drogas y prostitución lleguen como ventajas añadidas y no como daños colaterales. La legalización también pondría la primera piedra para descriminalizar y dignificar profesiones y hábitos tan antiguos como la propia civilización, amén de incentivar el espíritu empresarial español. Y para qué hablar sobre la posibilidad de establecer controles sanitarios para obtener drogas de mejor calidad y baratas, así como certificar la prestación de servicios sexuales sin miedo a la transmisión de enfermedades, a la protección de proveedores y consumidores que puedan moverse en un marco sujeto al Derecho y no al arbitrio de las pistolas… Cualquiera podrá ver que no son razones lo que faltan, sino voluntad política.
Pero aun así hay voces en contra de tomar la medida. O lo que es peor: labios sellados. Labios sellados, oídos tapados y ojos vendados. Cobardía, en resumen. Es lo único que, cabalmente, puedo intuir aquí. Ojeando comentarios en varios foros de Internet me ha resultado, cuando menos sorprendente, comprobar cómo a personas que se adscriben a corrientes ideológicas que se suponen comprometidas con el progreso social, les ha faltado el tiempo para denunciar la atmósfera mefítica de prostitución y drogas que rodeará Eurovegas, señalando la lacra que representan tales actividades para el crecimiento de una ciudadanía sana y decente. Les he visto explayarse a gusto sobre depredación, precariedad e insolidaridad, pontificando sobre la bestia desbocada que es el mercado libre y las bondades de instaurar un régimen de equiparación de salarios y fijación de precios. Pero hay un asunto que, por lo general, no les merece ni una mísera línea: la situación de indefensión de prostitutas y consumidores. Silencio absoluto a la hora de especular sobre qué circunstancias la provocan; nada acerca de cómo se puede luchar contra ella. Igual me equivoco, pero casi pareciera que quienes sostienen esas opiniones se inclinan más por mantener la ilegalización, en tanto puedan servirse de sus inhumanos efectos, para persistir en el ataque a una imagen espuria, interesadamente adulterada, del capitalismo que tanto aseguran detestar. ¿No será más bien que las evasivas, en realidad, son pura y dura mojigatería? ¿No será que temen reconocer que, en lo más íntimo, coinciden con planteamientos conservadores más de lo socialmente aceptable? O tal vez puede que, sin más, abominen de la senda que abriría una hipotética legalización.
Porque la cuestión no se circunscribe a un dilema entre prostitución sí o prostitución no, drogas sí o drogas no. El debate real, el peligroso para muchos, el más esperado y necesario para todos, es el de libertad sí o libertad no. Si cae la primera ficha, si se accede a una reflexión conducente a una reforma legal, más adelante habrá que transgredir fronteras que tradicionalmente consideran sagradas, y el ritmo será imparable. Más adelante, por ejemplo, no se entendería que el Estado se negase a reintegrar al individuo la propiedad efectiva de su cuerpo y reconocer, entre otros muchos, el derecho a interrumpir el embarazo o al suicidio asistido. Sería incomprensible que tampoco se restaurase la soberanía económica de la persona, bajo el principio de que nadie es ni puede ser esclavo de la sociedad ni de sus delegados, y permitir así que los trabajadores dispongan del bruto de su renta, decidiendo libremente si quieren contribuir a la Seguridad Social o costearse una atención sanitaria privada, escoger entre el sistema público de pensiones o recurrir a la capitalización. Pagar sólo por lo que se contrata y no financiar a la fuerza a partidos políticos, sindicatos, empresas públicas, fundaciones u organizaciones religiosas con los que no tiene por qué estar de acuerdo. Más adelante, en conclusión, habrá que convertir al individuo en protagonista de su vida y no en un espectador pasivo. Habrá que convencer al Estado –y he aquí el auténtico reto– de que el hombre no es un ser propenso a la barbarie cuando recibe una sobredosis de libertad, sino que se transforma en un animal salvaje cuando las leyes lo acorralan en lugar de ampararle.
Decir que queda mucho por hacer es quedarse corto. Y aunque la controversia sobre Eurovegas sea una oportunidad de oro, la pelota crucial está en nuestro tejado antes que en el Congreso. No en vano, el viejo senador cerraba su discurso con una petición. Honorables senadores, hemos cambiado el mundo. Cambiemos también nosotros.