Decía Charles Taylor que la democracia es una tensión entre las instituciones y la calle. Junto a la política que podríamos llamar “oficial” discurre todo un magma de procesos que condicionan el mundo institucional. A las tensiones que se siguen de esta coexistencia les debemos que el sistema político se enriquezca. No podemos confiar los avances políticos únicamente a la competencia de sus profesionales. Seguramente la mayoría de las conquistas sociales no fueron ocurrencias de los políticos sino el resultado de presiones sociales concretas. En la sociedad hay una energía que el sistema político requiere para ejercer su función, unos recursos de los que no dispone soberanamente y que a veces incomodan e incluso subvierten el orden establecido, pero que siempre condicionan el ejercicio de ese poder establecido.
Ahora bien, suponer que “la calle” es necesariamente mejor que las instituciones es mucho suponer; también hay en ella movimientos regresivos, presiones y lobbies, emociones irracionales, representaciones ilegítimas o insuficientes. “La calle” puede ser peor, reaccionaria incluso. El mundo de los movimientos sociales es tan plural como la misma sociedad y que de las energías sociales cabe esperar una cosa y su contraria, avances y retrocesos, que los hay de derechas y de izquierdas. Hay quien invoca la participación de la sociedad y está pensando únicamente en aquella fuerza que le conviene. Pero en la sociedad hay de todo, como es lógico. La expectativa de superar el marco de la democracia representativa cuenta con partidarios en ambos lados de espectro político: lo que los movimientos sociales de los 60 representaron en el imaginario de la izquierda se encuentra igualmente en la apelación neoliberal a la sociedad civil en los 90. Se trata de una coincidencia que debería al menos hacernos pensar.
La democracia admite esa y otras tensiones porque se supone que nadie tiene toda la razón. Lo que nos salva de los daños de las malas decisiones es que están equilibradas con otros actores, limitaciones y procedimientos: hay gobierno pero afortunadamente existe también oposición; las encuestas nos permiten saber lo que la gente quiere ahora pero el liderazgo político puede atenerse a criterios menos populares; hay cosas que deben consultarse y otras sobre las que está prohibido consultar; la administración nos protege de los políticos demasiado originales y estos compensan con decisiones audaces la falta de imaginación de sus burocracias; los expertos limitan la frivolidad de algunos políticos y gracias a estos no estamos bajo la tiranía de aquellos; sin reglas del juego no podríamos discutir, pero la discusión nos lleva no pocas veces a exigir la revisión de alguna de esas reglas.
¿Y si el gran enemigo de nuestras democracias no fuera tanto la fortaleza de las instituciones como su debilidad frente a las veleidades de la opinión pública? Nuestro gran problema es el populismo que impide construir el interés general con todas sus exigencias de equilibrio y responsabilidad. No es el distanciamiento de las élites respecto del pueblo lo que ha empobrecido nuestras democracias, sino su excesiva cercanía, la debilidad de la política ante las presiones de cada momento y atenta únicamente a los vaivenes del corto plazo.
En una sociedad democrática la política está al servicio de la voluntad popular, ciertamente, pero esa voluntad es tan compleja, tan necesitada de interpretación como compleja es la realidad del “pueblo” al que continuamente nos referimos. En cuanto se indaga un poco comienzan los desacuerdos. ¿El pueblo es el que reflejan las encuestas y los sondeos, el representado por los representantes, una realidad atravesada por la globalización o la unidad autárquica sustraída de toda interferencia? Pues probablemente todas esas cosas; los procedimientos democráticos no son sino modos de verificar de qué o de quién estamos hablando en cada caso. El pueblo, de entrada, es una realidad borrosa, algo que hay que elaborar; para eso está todo el trabajo de la representación, la discusión pública y los procedimientos institucionales que fijan sus contornos o los modifican y traducen en decisiones democráticas.
Las instituciones nos protegen contra la demagógica apelación al pueblo, lo representan y, en esa misma medida, recogen su pluralidad constitutiva y la complejidad de su voluntad. Gracias a la representación política la voluntad popular es operativa e integradora de los momentos que la constituyen.
Conviene recordar estas cosas sobre todo cuando los lugares comunes van en la otra dirección y hay una verdadera fascinación por la “espontaneidad” popular hasta el punto de hacernos suponer que quien protesta tiene siempre razón y quien promueve la participación necesariamente fortalece la democracia.
por Daniel Innerarity
Catedrático de Filosofía Política y Social, investigador en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática