Decía Ortega que los errores y abusos políticos, los defectos de las formas de gobierno, el fanatismo religioso y la llamada incultura, significan poco en la patología nacional. Eran extraños fenómenos disgregadores quienes encarnaban el porqué del histórico conflicto español.
Sin restar un ápice a aquellas lucubraciones de tan insigne pensador, los fenómenos disgregadores no afloran por generación espontánea ni proceden de un azar casuístico, irracional. Al igual que otras manifestaciones vertebradoras -tal vez cismáticas- su hacedor único es el individuo que conforma una sociedad armónica, quizás discordante. Constituye ese ser unipersonal, intransferible, quien elige (soporta casi siempre) a los gobernantes, cree o niega con violento fanatismo e incluso afirma, en demasiadas ocasiones, su propia incultura. Culpable es, pues, el aporte no la secuela.
Ahora -anteayer, ayer y hoy- nos inquieta una coyuntura insólita, casi absurda. Absurdo es aquello que va contra toda lógica; verbigracia, la cuadratura del círculo. Que nos encontremos con una realidad digna de cualquier epíteto, por tremendo que parezca, no implica que el momento histórico y político supere los límites normales para caer en el campo de lo quimérico, aunque sí del desatino. Las leyes del azar, esa ciencia llamada probabilidad, denominaría esta situación -de aspecto concluyente- como posible aunque muy poco probable. Sin embargo, ya ven: se ha conseguido, hemos puesto en evidencia hasta el cálculo matemático. Estos políticos nuestros baten todos los récords de la norma, de aquello que viene establecido por usos y costumbres. Su silencio es tan estruendoso como el efecto causado por un elefante en una cacharrería. Personifican la sinrazón, acometen diligencias huérfanas de maridaje con lo ponderado. Gracias a estos costosos mimbres hemos cimentado dos investiduras frustradas.
Pese a que soy de tierra adentro, sé que un velero sin aparejo deviene en ingenio inestable que ha de arrinconarse cuanto antes. Tal reflexión debiera hacerse extensiva a la vida pública. Según esa fundamentada teoría común del Estado Democrático, se necesitan los partidos políticos como asiento de la representación ciudadana. Cierto, sin partidos no hay verdadera democracia pero con ellos, a menudo, se consigue una democracia escamoteada, turbia, aviesa. Es nuestro caso. Llevamos tres trimestres largos en que los partidos reflejan una actividad equiparable a la de esos cascarones viejos, huérfanos de toda posibilidad funcional, carentes del velamen que permita aprovechar ese empuje vehemente que el pueblo, vendaval fiel, alienta cada jornada electoral. Al menos yo, asisto incrédulo a este festín de siglas desarboladas por egoísmos extemporáneos, amén de incompetencias tácticas o soberbia traumática. Al compás de aquel razonamiento, hemos de examinar y decidir qué hacemos con los armatostes inservibles; es decir, Rajoy, Sánchez y (por extensión) sus partidos, que impiden la navegación -urgente ya- del bergantín español.
No excluyo a ningún velero político, asimismo tampoco a los armadores o capitanes
Me centraré en estos últimos como responsables precisos dada la estructura monolítica de los partidos-veleros, cuya plena identificación entre preboste y sustancia es incuestionable.
Rajoy, lo he dicho en innumerables ocasiones, ha derrochado de forma sorprendente un enorme capital político en tan solo una legislatura. ¿Qué habrá hecho? Más allá de sus falaces pretensiones económicas, no sirve la onerosa herencia para justificar ineptitudes relevantes. Su falta de compromiso y de tacto ha traído una justicia allegada, la agudización del problema territorial, el incremento del relativismo moral a nivel personal y familiar, cierto abandono de colectivos a los que previamente había sisado un rédito político, etc. En fin, los logros económicos no pasan de burda cocina con datos obtenidos a salto de mata. Por encima de cualquier eslogan optimista y de la confiscatoria subida de impuestos, la deuda pública aumentó una media de cien mil millones por año. Si sumamos los letales recortes y la depauperación de las clases medias (por cierto sostén del Estado), ¿ha rendido Rajoy una buena gestión económica? No, Rajoy es un velero sin aparejo, un ejemplar incapaz de aprovechar la energía otorgada por una mayoría absoluta; constituye un peso superfluo, prescindible.
Sánchez es el paradigma del velero aciago, insensato, sin rumbo fijo; a muy poco del sálvese quien pueda. Está abriendo una terrible vía de agua al viejo cascarón socialista y que su antecesor, Zapatero (no sé cual más necio), empezó a taladrar. Hace años que sostiene un enfrentamiento encarnizado con otro cascarón de parecido componente y aspecto. Su inquina al PP y a Rajoy presenta una procedencia sectaria. La corrupción y talante populares que se mencionan como fuente son meras coartadas de alimento gregario. En vez de intercambiar experiencias para pulir ambos antes de aparejarlos, el líder socialista pretende -supongo por soberbia e ineptitud- hundir el suyo de forma irrecuperable. Siguiendo el viejo dicho: “donde hay patrón no manda marinero”, percibo la quilla en el fondo pese a las advertencias de viejos capitanes y el silencioso terror de una tripulación equidistante. Aparejar el mástil con Podemos y enarbolarlo con velas independentistas, significaría navegar sin rumbo y, a la postre, en un mar picado se iría a pique irremediablemente.
Renuncio a analizar el aparejo, o su falta, de Ciudadanos y Podemos
Aquel, retocando el casco y aprestando la arboladura, debe tener el viento a su favor en futuras travesías por los océanos políticos. Podemos, no obstante relatos seductores e insolentes audacias, perderá el velamen enseguida, navegará a la deriva, y solo les quedará una aventura para contar cuando algún remolcador oportuno lo lleve a puerto. España (galeón que ha surcado majestuoso aguas bravas por el mundo) se encuentra ahora mismo en una difícil encrucijada. Los dos principales navíos que podrían permitirnos un desafío victorioso al traicionero oleaje económico, se encuentran sin aparejo y sus respectivas tripulaciones a la greña. El momento abona la ebullición de los fascismos populistas que presentan una nave estética, atractiva, pero contaminada con el virus de la miseria, la esclavitud y la tragedia.
Tengamos el valor de apartarlos, de quitárnoslos de encima como veleros inservibles, sin aparejo.