Hoy tocaba Chiloé, pero ¿qué importa eso cuando muere un gato?
El de mi viejo amigo y excelente escritor Rubén Caba lo hizo el pasado 31 de enero. Era ya, casi, tan anciano como la amistad a la que aludo.
¿Qué hizo aquel día Rubén? Hizo lo que hace un escritor, hizo lo que yo también hice cuando murió Soseki. Empuñar la péñola, envuelta en lágrimas, y escribir, braceando entre ellas, sobreponiéndose a la angustia, un responso, una misa de réquiem, una elegía, un obituario…
Quiso darlo a la imprenta de un periódico, el que fuese, pero ninguno atendió su súplica. Su gato no era célebre, como lo fue el mío, que en varias ocasiones había ido a la tele, y él, Rubén, al no ser columnista ni articulista habitual, carecía de percha propia en la que colgar su llanto.
A mí, que soy ambas cosas, columnista y articulista, y además tengo este blog, también me costó trabajo publicar mi esquela, que llevaba el título de Soseki – Mortal y tigre. Los amigos de El Mundo, edición impresa, se resistían a incluir en sus páginas algo tan inusual y, aparentemente, tan privado, como lo es el dolor por la muerte de un gato. Imploré, pataleé, lidié (era, por añadidura, domingo, lo que complicaba las cosas) y fue, al cabo, Manu Llorente quien dio cabida a aquel artículo, que yo también había escrito con los ojos nublados por las lágrimas y roto el corazón por los sollozos, en las páginas de cultura.
Cultura era. Nada, de cuanto con mejor o peor fortuna ha saltado de mi caletre a la imprenta, ha tenido nunca tanta repercusión. Miles y miles de lectores se pusieron en contacto conmigo, y con el periódico, y con Dragolandia, y con mi gente, en los días que siguieron al de la publicación del obituario. Ahí y de ahí nació mi último libro, Soseki – Inmortal y tigre, al que tengo por el mejor, o por el menos malo, de los míos. Leónidas, por cierto, aparecía de soslayo en él, y también su dueño, en calidad, ambos, de artistas invitados. A la página 307 me remito.
Soseki había dejado de ser mortal y era ya todo lo contrario.
Rubén me envió lo que había escrito y me pidió que lo ayudara a publicarlo. Lo intenté, pero no hubo modo. Le dije entonces que podría, si él me autorizaba a ello, colgarlo en este blog, y me dio su beneplácito. Aquí lo tienen…
“Más que un amigo, Leónidas ha sido un miembro de la familia, un pariente enigmático que nos hizo el favor de soportar nuestros mimos para que no se nos empozara la ternura. Lo elegimos entre cuatro de una camada gatuna nacida el 31 de enero de 1993, porque era el único que, indiferente a su entorno, apenas se despegaba de la madre. Leónidas Oblómov, Leo en la intimidad, llegó a nuestra casa con un mes de vida y, como aquel día estábamos leyendo en Heródoto las hazañas de Leónidas, el rey de Esparta que había contenido al ejército de Jerjes en el paso de las Termópilas, el aire tímido y lastimero del cachorro nos sugirió la broma de ponerle el nombre del héroe lacedemonio. Y años después, al cuajar su naturaleza soñadora y abúlica, le dimos, ya con propiedad, el apellido del personaje creado por Goncharov.
Con propiedad y sin justicia, pues el carácter de Leo no se agotaba en sus afinidades con Oblómov: desidia, retraimiento y apego a los ensueños horizontales. De pequeño, le intrigaba cualquier sombra repentina. Tras aventurar una mano sobre ella y olisquearla, se alejaba temeroso de aquel fenómeno intangible e inodoro. Observador minucioso de lo inmediato, Leo investigó con sus dos lupas doradas hasta el último rincón de la vivienda. Pero ni un paso más allá, porque también en asustadizo le ganaba a Oblómov. El rellano de la escalera era un territorio minado del que se retiraba en cuanto oía voces o ruidos que imaginaba hostiles.
A la intemperie, sólo exploró la terraza del apartamento que alquilábamos en Almuñécar o el pequeño jardín del chalé que nos dejaban en el Rincón de la Victoria donde solíamos pasar varias semanas de septiembre. Y eso cegado por la pasión cinegética de capturar una libélula o una salamandra. Si decidía asomarse a un balcón del piso de Madrid, permanecía oteando pájaros el brevísimo tiempo que tardaba en pasar un coche por la calle. Ya en el declinar de su vida, todavía se sobresaltaba al oír el timbre de la puerta y se escondía bajo la mesa camilla cuando entraba un desconocido. Y en los últimos años se le acentuó una cualidad que Lao-Tse atribuía a los sabios: caminaba con el paso cauteloso de quien teme un peligro omnipresente.
Arropado en un piloso mapamundi de color canela entre mares de blancura, acostumbraba elevar sus desdenes a un estado de nirvana ronroneante que preludiaba un sueño intemporal. Por lo común, nos ignoraba su arrogancia de criatura bella, limpia, ágil, solitaria. Cuando alcanzaba esas cotas de altivez, no había quién le tosiera, literalmente. Apenas se me escapaba un carraspeo, me lo reprochaba con dos o tres maullidos tajantes y desaparecía de la habitación. Pero si lo abatía la enfermedad o la melancolía, retraído a su inocencia edénica nos veneraba como a dioses. Y yo le concedía imposiciones de mano en la postrada cabeza para no defraudar sus esperanzas milagreras. Nos angustiaba ver sufrir a un ser tan desvalido, sórdida crueldad que jalona el despliegue de la vida.
Empleaba un variado lenguaje de gestos, ademanes y maullidos. En los movimientos del rabo se traslucían sus estados de ánimo: placidez, osadía, temor. Las posturas de las orejas registraban sus pensamientos: recuerdos, dudas, intenciones. Y en los ojos confluían sus emociones: lo novedoso o incomprensible los redondeaba; la indignación y el rencor les daba forma de almendra; la gratitud y el cariño los entornaba. Como los miembros de otras especies, se comunicaba a través de la voz incluso en sueños. Jalonaba las pesadillas de maullidos que parecían lamentos con sordina. Pero su expresión más enigmática, casi metafísica, la reservaba para las primeras horas de la mañana, después de beber, desayunar y evacuar el vientre. Si entonces, cuando estaba pensativo y con la vista arriada, yo le decía “Leo, ¿qué tal?”, me respondía con un maullido largo y quejumbroso que podría traducirse por “¿Y ahora qué hacemos?”.
Aunque estaba castrado, tropelía imperdonable, conservaba un resto de lascivia que descargaba de tarde en tarde sobre sus juguetes de peluche. Los primeros que tuvo, ratones con ruedecillas, se escurrían hacia adelante cada vez que los montaba. Se acoplaba mejor con Carlota, una leona de su mismo tamaño y sin pies deslizantes, a la que dedicaba apasionados maullidos antes de lamerle una oreja o de morderla en el cuello. Pero era incapaz de seducir a Carlota en presencia de alguien. Si lo sorprendíamos en pleno idilio, nos miraba mohíno, como avergonzado, y se alejaba de ella. Pudor inexplicable porque nadie le reprendió jamás por sus refriegas eróticas.
Tras una semana de haber sido tratado con delicadeza por una veterinaria de alma seráfica, Leo se fue de este mundo a la una de la tarde del domingo, 31 de enero de 2010, al cumplirse los diecisiete años justos de su nacimiento, como si hubiera querido volverse por el mismo túnel del tiempo a través del que llegó. Morirse con placidez en casa, en los brazos de Eloísa, ha sido el único disgusto que nos dio Leo, criatura elegante y pacífica a la que incluirían entre los animales y las bestias algunos humanos de pro. Ejemplares de homo insipiens incapaces de percibir la sensibilidad de un ser tan exquisito y autónomo que vivió “desconfiando / de todo lo terrestre, / porque todo / es inmundo / para el inmaculado pie del gato”, como cantó Pablo Neruda en una de sus odas franciscanas”.
Hasta aquí, lo escrito por Rubén Caba. Honor y fuerza, viejo amigo. Tal era el lema de Soseki. El otro día, por cierto, Alex de la Iglesia lo hizo suyo, sin citar la fuente, en su discurso de la ceremonia de los Goya. Me quedé clavado en la butaca, y se lo agradecí. Sacrosanto derecho del lector es convertir en voz propia, y del pueblo, en definitiva, la voz ajena que se alza en la literatura. Yo mismo, y el buen Soseki, habíamos recogido esas palabras y esos conceptos -los de la fuerza, los del honor- en la película Gladiator.
Rubén, estoy seguro de que Leónidas anda feliz, en compañía de Soseki, por el cielo de los gatos. Algún día nos reencontraremos, tú y yo, con ellos, y serán campanas que cantan en el corazón.
¿Crees en esas cosas? A mí me constan.
He recibido, con posterioridad a la aparición de mi novela, otras dos cartas enviadas desde el más allá por su protagonista. Lo juro. ¿Quién las ha escrito? Sépalo Dios. Cualquier día de estos las publicaré.