Intimidad en jaque
El desarrollo de las nuevas tecnologías facilita que empresas y gobiernos, de alguna manera, nos vigilen. Comprar una entrada de cine o buscar un restaurante a través de Internet, acceder a tu cuenta bancaria, ojear el correo electrónico desde la oficina. Hasta algo tan simple como pasear por la calle. Estas actividades rutinarias son captadas por nuestro jefe, por cámaras de videovigilancia, por compañías en busca de clientes o por agencias de inteligencia al servicio del Gobierno. Fue Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, quien dijo que la privacidad había muerto. Una concepción incompatible con la defensa de la dignidad de las personas.
Las infraestructuras electrónicas que mantienen conectado al mundo forman parte, en su mayoría, de empresas privadas. Por eso los servicios de espionaje de los gobiernos establecen con ellas acuerdos secretos: un método efectivo para extraer información de los usuarios. Gracias a las revelaciones de Edward Snowden sobre el espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense (NSA), conocemos la cooperación de Microsoft, Yahoo!, Google, Facebook, Skype, YouTube y Apple con servicios estatales. El pretexto del Gobierno fue la seguridad nacional frente a supuestas amenazas terroristas. Pero el fin no justifica los medios. Con un control masivo, todos nos convertimos en sospechosos.
La obsesión por la seguridad también ha llenado nuestras ciudades de cámaras. Al cruzar una esquina, en cada ascensor, cine, centro comercial, plaza o calle céntrica, un teleobjetivo retransmite nuestra vida. Sólo en la capital británica hay un millón de cámaras de videovigilancia. La policía de Londres publicó un informe que cuestiona su efectividad: Por cada mil cámaras, se ha conseguido resolver un delito. El dinero invertido en la instalación: más de 570 millones de libras (945.000 millones de dólares). Tras los atentados de Boston en 2013, funcionarios reconocieron que llenar una ciudad con cámaras puede crear tantos problemas como los que resuelve.
Hay estados represores, como China, Israel, Siria o Libia, que se valen la videovigilancia para controlar a disidentes políticos y religiosos. En China, multinacionales norteamericanas como General Electric o IBM proveen al Gobierno de cámaras de seguridad. Varias organizaciones de derechos humanos han criticado el suministro de este material a países con regímenes autoritarios.
A un nivel más cercano, nos topamos cada día con evidencias que coartan nuestra privacidad. Un escenario tan habitual como la oficina, donde trabajamos mediante el ordenador o el teléfono de empresa. Con la convicción de que a mayor vigilancia, mayor productividad, muchas compañías han recurrido a programas de almacenamiento de datos: pueden grabar las teclas que un trabajador pulsa a lo largo de la jornada o recuperar los mensajes eliminados de sus móviles. Con el slogan “monitorizando a tus empleados”, la empresa Stealth Genie ofrece una aplicación capaz de ver llamadas, e-mails, archivos multimedia o localizar al trabajador gracias a un GPS. Anima a los empresarios a contratar su servicio: “¿Te gustaría espiar los teléfonos móviles de tus empleados sin que lo sepan?” “Mantenles vigilados”, aconseja en su web.
Un espacio donde compartir información son las redes sociales. Colgamos en Facebook y en Twitter nuestros datos, fotos o destinos de viaje. Leemos publicaciones y las comentamos. Cada acción que realizamos es almacenada y procesada para convertirse en publicidad a la carta, personalizada. ¿Quién no ha buscado un libro, un viaje o un trabajo por Internet, y de forma inmediata aparecen anuncios de best sellers, hoteles o buscadores de empleo? Un grupo de investigadores de la Universidad de Cambridge ha desarrollado un modelo matemático que permite deducir la etnia, la orientación sexual, las tendencias políticas y las creencias religiosas de cualquier persona a partir de sus “me gusta”.
Muchos culpan al usuario de no leer los “términos y condiciones legales”, confusos y en letra pequeña, que firmamos cuando clicamos sobre “aceptar”. Nos advierten de los abusos, pero no por ello están justificados. El origen del problema no es un mal uso de Internet por parte del usuario, como nos hacen creer.
“El derecho a la intimidad es al siglo XXI lo que los derechos civiles fueron al XX”, sostiene la doctora en Políticas Públicas Gemma Galdon: “Una batalla en la que nos jugamos elementos fundamentales de nuestra idea de la libertad, de la democracia y del progreso tecnológico.”