Era fácil antes ser virtuoso, o al menos proponérselo o aparentarlo
La religión nos daba el más persuasivo argumento: el miedo. Uno debía evitar la vanidad y la envidia y ejercer la compasión y la solidaridad, no por creer en ello como un bien per se, sino para evitar una temporada eterna en el infierno. Desde que la religión ha ido perdiendo fuelle son muchas las corrientes filosóficas que han justificado el valor de la virtud por si misma, haciendo especial hincapié en que la virtud, para serlo, no debe estar remunerada; pero son argumentos que precisan de una predisposición intelectual no muy extendida entre los perezosos mentales.
«…por un lado tenemos una virtud hipócrita y utilitarista, y por otro una falta de virtud como requisito indispensable… de cualquier aspirante a triunfador…»
Son muchos siglos pagando con la hipocresía de la virtud la hipoteca de la salvación, convencidos de que sin estos valores San Pedro no les permitiría el paso, al igual que en algunas discotecas no se permite la entrada con vestimenta inadecuada. Pero a medida que el capitalismo ha ido suplantando a la religión, proponiendo mecanismos inversos (falta de escrúpulos, soberbia, inclemencia) para alcanzar el éxito (si bien no prometen la gloria celestial, sí la terrenal), se ha evidenciado que la virtud no era más que un trueque y que dejando de proporcionar beneficios ha perdido sentido, ya que la humanidad pasa por su época menos propensa a la beneficencia y a los ideales con escaso valor pragmático.
No participo de esa creencia extendida de que cualquier cosa que permita la supervivencia humana es buena para la humanidad, y por ese mismo motivo no justificaría el capitalismo aunque fuera (que no lo es) la mejor opción para la economía común.
Así que por un lado tenemos una virtud hipócrita y utilitarista (la promovida por la religión) y por otro una falta de virtud como requisito indispensable en el currículum de cualquier aspirante a triunfador (en el sentido financiero a la que se ha rebajado la palabra).
Difícil luchar contra los argumentos del miedo y el beneficio y convencer a generaciones educadas en la competitividad. Sin embargo, mientras quede en la tierra un puñado de Quijotes dispuestos a luchar por un ideal anacrónico, la humanidad está salvada.