That is the question, se dijo el euroescéptico con la calavera de la democracia en la mano.
¿Cómo ser demócrata en un país donde las encuestas aseguran que aún hay muchos millones de ciudadasnos (no es errata) dispuestos a votar por ZiPiZaPe?
Difícil se lo ponían.
Devolvió la calavera al sepulcro, rebuscó en la tumba contigua y extrajo otro cráneo. Era el de Europa.
¿Y a mí qué diablos me importa eso?, se preguntó. ¿Tenía algún sentido molestarse en ir a donde estaban las urnas de su barrio para meter baza en el proceso de putrefacción de lo que nació cadáver y cadáver, más que nunca, seguía siendo?
No, no lo tenía. Deseaba el euroescéptico que el fiambre en cuestión desapareciera para siempre en las llamas de las piras de Benarés o en la boca de los hornos de los patos laqueados.
El futuro estaba allí: en el Ándico, en el Pacífico… Y el euroescéptico no quería morirse de asco en los andenes de una estación por la que ya no pasaba el tren de la historia.
Eppur, masculló, voy a votar. No por Europa, claro, que allá se las componga, sino por Vandalia, que al fin y al cabo es mi país.
Una vez tomada, a regañadientes, esa decisión, el euroescéptico tuvo que rascarse la cabeza y escuchar su corazón para decidir por quién votaría. También eso se lo ponían difícil: no había mucho donde elegir.
¿Zapatero? ¿Un socialista, un mentiroso, un cínico, un incompetente? ¡Eso ni se contemplaba!
¿Rajoy? Ya le gustaría, ya, aunque sólo fuera para ser fiel a las únicas gentes por las que había votado en su vida y para apoyar a Jaime Mayor, al que tenía por hombre de bien, pero… ¿Después de ver a su jefe tan maricomplejines como lo había visto en el debate del estado de la nación, donde el muy cobardica no se había atrevido a decir que el PP abarataría el despido si llegase al poder? No, no. Tiempo habría para votar por Espe si los de Génova le brindaban en el futuro la posibilidad de hacerlo.
¿Izquierda Unida? ¡Pero si ya le he dicho que el euroescéptico no quería perder el tren de la historia! No estamos en el siglo XIX.
¿Entonces?
En realidad, pensó Hamlet, no se lo ponían tan difícil. Era, por el contrario, facilísimo. Sólo había un candidato posible para quien quisiera que Vandalia, por remota que tal ilusión fuese, dejase de ser Vandalia.
El euroescéptico salió, fue hacia donde estaban las urnas de su barrio y votó por Rosa Díez.
O sea: no votó por Europa. Votó por España.