Durante los primeros meses de la llamada “primavera árabe”, tanto los políticos occidentales como los integrantes del núcleo duro de la Administración Obama, coincidieron en reclamar una contrapartida generosa y razonable por parte de Israel. En resumidas cuentas, lo que reclamaba Occidente parecía relativamente sencillo: esperaba que “establishment” de Tel Aviv tratara de amoldarse a las nuevas realidades de Oriente Medio, al nuevo panorama geopolítico emanante de los cambios registrados en Túnez y Egipto, de los movimientos de protesta de Yemen y Jordania, de Marruecos y Siria. Una invitación ésta a la que los políticos hebreos contestaron con su habitual cinismo: “Esperad a ver la resurrección del islamismo radical”. Sin embargo, para las Cancillerías occidentales, la argumentación israelí parecía poco convincente. Y aún más, después de la caída de Gadafi y la necesidad de buscar una respuesta válida y contundente a la sangrienta represión ejercida por el “hombre fuerte” de Damasco: Bashar el Assad.
En resumidas cuentas, Occidente le pidió a Israel comprensión, paciencia, moderación. Pero sucedió lo que todos esperábamos: el Gabinete Netanyahu optó por resucitar los viejos fantasmas del Holocausto y la destrucción del Estado judío. El enemigo: el régimen islámico de Teherán, acusado por Tel Aviv de llevar a cabo un maquiavélico programa nuclear destinado a convertir el país de los ayatolás en una potencia regional dotada de armas atómicas. Ficticia o real, la amenaza empezó a perfilarse hace una década, cuando el entonces Primer Ministro israelí, Ariel Sharon, exigió al Presidente Bush “luz verde” para bombardear las instalaciones nucleares iraníes. Sharon tropezó, sin embargo, con el veto de la Casa Blanca. Washington había colocado demasiados peones en el tablero de Oriente Medio. Un operativo militar contra Irán podía haber provocado el descalabro de los proyectos estadounidenses en la región.
Esta semana, el Primer Ministro israelí volvió a anunciar la inminencia de un ataque preventivo contra los reactores nucleares persas. Esta vez, al “halcón” Netanyahu se le suma el titular de Defensa, Ehud Barak, el político laborista que heredó el poco apropiado apodo de “Pacificador”. Como tal, Barak puede enorgullecerse de haber acelerado colonización de Cisjordania y la expropiación de propiedades árabes en Jerusalén Este. El extraño tándem parece decidido a actuar con o sin el beneplácito de Estados Unidos, con o sin el apoyo de las fuerzas de la OTAN. Una iniciativa que comparte el ministro de Asuntos Exteriores, el radical Avigdor Lieberman.
Recuerdan los estrategas que tanto Israel como Irán cuentan con los mejores ejércitos de la zona, que ambos disponen de misiles de medio alcance, de una fuerza aérea dotada de varios centenares de cazas (unos 460, en el caso de Israel y alrededor de 340, en el de Irán). Y aunque el Estado judío tiene una población de 7 millones y la República Islámica cuenta con 75 millones de habitantes, los efectivos de ambos superan el medio millón de hombres.
Cabe suponer que las autoridades israelíes esperen la publicación, el próximo día 8, del último informe sobre el desarrollo del potencial nuclear iraní elaborado por los expertos del Organismo Internacional para la Energía Atómica (OIEA) para justificar su decisión de actuar contra el rival nuclear en ciernes. Cabe esperar que en la próxima cumbre Estados Unidos – Unión Europea, que tendrá lugar en Washington el 28 de noviembre, el inquilino de la casa Blanca, crecido por el “éxito” de la operación militar contra Libia y aparentemente más preocupado por la necesidad imperiosa de incrementar su cuota de popularidad en los Estados Unidos antes de las elecciones de 2012, no pregunte eufóricamente a sus interlocutores: “Y ahora, ¿a quién más bombardeamos?”
Adrián Mac Liman
Analista político internacional