Hace unos días tuve el placer de comentar, por encima, la cuestión de la libertad del ser humano, el anhelo de una Sociedad mejor y, lo que me resultó más sorprendente, un término que desde hace un tiempo atrás hasta hoy cada vez ha sonado con más ímpetu tanto en conversaciones como en publicaciones que he podido leer: se trata de la empatía.
El caso era el siguiente. A raíz de una charla acerca de la coeducación (palabra que desconocía), el reparto de tareas domésticas y el papel de la educación a temprana edad en lo que es una amplia visión sobre el rol de hombres y mujeres en esta Sociedad, no encasillar a hombres y mujeres en ciertas profesiones, enseñar a los críos que el modelo familiar y social debe ir más allá de los viejos estereotipos que abundan en todos los rincones y hogares, sobre todo de cara a educar a las generaciones venideras en un ambiente de igualdad, cultivar una Sociedad futura en la que nuestros nietos no tengan que leer en el periódico que Fulano mató a su pareja de cien puñaladas por celos, que es, además, un tema que en estos días está de flamante actualidad, salió un ejemplo que deseo compartir con ustedes. Un ejemplo que me permitiré completar y detallar.
Paco y María. Casados veinte años, dos hijos llegando a la pubertad. Á‰l trabaja de albañil desde los catorce años, edad con la que su padre lo quitó del colegio para que ayudase a traer pan a casa; ella es ama de casa, lleva desde niña acostumbrada a cuidar de sus hermanos, sus mayores, ahora sus hijos. Paco trabaja como un cabrón partiéndose el lumbago cada día en la obra, y la cosa no está para bromas. La cola del paro se huele desde casa y con mil euros largos deben comer cinco bocas, pues su madre vive con María y los dos críos en casa. María es el cerebro del hogar: gestiona el dinero para las compras, mantiene la limpieza de la casa, se preocupa de que sus niños crezcan sanos y fuertes, cuida a su suegra incluso cuando ésta le cae como el culo. No sólo eso: María le compra los calzoncillos a Paco. Se los lava. Y se los ve manchados en medio del cuarto de baño.
Nuestro hombre, el del ejemplo, es un tío educado según las viejas reglas. Después de un duro día en la obra, le gusta llegar a casa y sentarse en el sofá a ver la tele. Le gusta poner los pies sobre la mesa, beberse una -o cuatro- cervezas. A Paco le gusta encontrarse la comida hecha, la mesa puesta, su camisa planchada. María mira de reojo a Paco cuando éste se encuentra en su sofá; siempre procura tener la comida lista para cuando él está; no se resigna a lavar unos calzoncillos o planchar una camisa. Incluso tiene tiempo de regañar a los chiquillos, acostar a la vieja y echar un polvo con su marido que ni tan siquiera le satisface. Pero lo hace.
Yo no sé si Paco y María son un matrimonio feliz, como tampoco sé si cada uno lo es por sí mismo. Puede que si a ella le preguntase qué piensa de su vida, contestaría cabizbaja que le hubiese gustado hacer otra cosa con ella: estudiar, viajar, tener un chalé en las afueras o haberse hecho maestra. O médico. O abogada. Quizá a nuestra esposa y ama de casa le aburre, a veces, ese hombre que ve cada noche sentado en el sofá, ese hombre que hace años que no la satisface sexualmente o que cuida poco de hablar con ella, preguntar cómo está o cómo se siente. Puede que María prefiera tener una chica que limpie en casa, preferiría no haber parido dos críos tan joven y haberse estropeado como lo ha hecho.
Todo eso puede ser. Y puede que uno de nosotros, europeo moderno, progresista y de Mundo, le dijese a María que existe una vida mejor. Que ella puede ser libre, hacer lo que desea, que no tiene por qué elegir el camino de la típica ama de casa convencional; le podríamos convencer de que no es tarde para estudiar, de que tiene derecho a una plenitud sexual, de que puede tener sus propios ingresos y gastar su dinero cuando quiera, no cuando su Paco le dé cincuenta euros de los cuales la mitad van para las cosas de los críos. Eso es posible, probable: desde la visión de alguien que conoce otro concepto de libertad, Sociedad, aspiraciones, María podría optar a algo más en su vida. Se está perdiendo lo mejor de la misma, ahí, en casa, siendo una perfecta madre-esposa-nuera, mientras allá fuera hay Mundo.
Pero también habría que preguntarle a Paco. Quizá Paco disfruta sentándose en su sofá, con su cerveza y su cigarro, comiendo lo que le prepara su gorda, echando los domingos por la tarde con los compadres en el bar viendo el fútbol, echando un polvo de cinco minutos y soñando con cambiar de coche. Pero, por suponer, puede que nuestro hombre esté hasta las pelotas de la obra. Puede que nuestro albañil sueñe con que un día le toque la Quiniela y poder llevarse a María de crucero, al Corte Inglés sin mirar la tarjeta o comprarle a los críos eso que llevan pidiendo desde hace dos Reyes. Quizá Paco piensa que su trabajo apesta, que su mujer se ha desmejorado con el tiempo y que la vida es una mierda, que se parte la espalda currando para llegar a casa y olvidar las penas viendo la TV.
Puede que usted pudiese contarle a Paco que hay libros, que la Sociedad de Consumo le anula como hombre y que hay algo más que ser un perfecto peón.
Sin embargo: ¿qué puede decir usted -o yo- cuando Paco y María tienen un momento íntimo en el que se miran a los ojos y aún les quedan fuerzas para decirse que se quieren? ¿qué pasa cuando María, entre lágrimas, disfruta de que su hijo se haya sacado la ESO después de repetir y que Paco, en un gesto contenido, se alegre de que a su hijo no le espera la misma mierda de vida que a él? ¿qué hay de las sonrisas, lágrimas, anhelos y sueños que sienten ambos? ¿qué hay de su dolor? ¿qué hay del domingo en el campo comiendo paella, riendo con otro matrimonio endeudado hasta las cejas, qué hay de sus miedos e inquietudes? ¿acaso no temen a la muerte? ¿no tragan con dificultad en esas noches de insomnio? ¿no se sienten tristes cuando las cosas no salen? ¿o alegres cuando sí salen? ¿puede usted -o yo- decir que aquel día que nació María, la hija mayor que tomó el nombre de la madre, esas lágrimas en el paritorio no eran lo más bonito que María y Paco habían sentido en sus vidas? ¿y cuando llegó el segundo? ¿qué hay de ese amor por la gorda y el gordo, peón de obra sin abdominales ni pelo sobre la chota y ama de casa con cartucheras y estrías? ¿acaso ellos no son felices nunca? ¿no se sienten libres si un día pueden darse el capricho?
¿Apostaría usted -o yo- una mano por ello?
Pues va a ser que no. Los seres humanos tenemos siete emociones básicas, las compartimos desde los países más ricos a los más pobres: la felicidad que a un millonario le da estrellar su Ferrari me la puede dar a mí -o a usted- una cena romántica con un Ribera, o a Paco y a María se lo puede dar un rato juntos frente a la TV viendo alguna serie basura. Quizá su ideal de libertad está allá arriba, donde caen derrotados los gobiernos capitalistas, allá donde el Ser Humano renace de sus cenizas y adquiere una nueva moral, unos nuevos valores sociales de Igualdad en derechos y obligaciones: libertad plasmada en un Mundo equitativo, donde no haya personas que tengan que morir de hambre para que una multinacional sin escrúpulos pueda fabricar el microchip de su ordenador. Puede que mis ideales, los suyos o los de alguien muy por encima nuestra alcancen el mismísimo Everest: pero no por ello son más o menos que aquéllos que sienten nuestros protagonistas.
Ahora mismo, en la madre África, un niño puede estar jugando con otro con una pelota de trapo, sobre la arena ardiendo, viviendo en una chabola con cinco hermanos más, alimentándose a base de arroz y agua. Y puede que ese niño sea feliz, o que su madre y su padre también lo sean, incluso más que ese niño que ya no siente alegría alguna cuando sus padres le regalan todo lo que quiere, mongolizado por este Sistema corrupto tanto él como los que le trajeron al Mundo. Y no necesitan saber cómo es la libertad en Europa, donde todos nos creemos libres, sanos e inmortales sin caer en cuenta de que somos una pieza más de un Sistema de mierda y que, para su desgracia, no es más libre que un esclavo de los que ve en el telediario. Incluso puede usted coger cien panfletos y salir a la calle a convencer a los viandantes de que otra Sociedad es posible, si bien a ninguno de ellos eso le va a cambiar un ápice su felicidad o no-felicidad.
Incluso puede usted pensar que Bill Gates es un señor feliz porque duerme sobre dinero, aunque ese hombre pase las noches en vela mirando el techo y preocupado por el día en que muera en el olvido de todos y todo.
Y, si le sobra algo de empatía: ¿quién cojones es usted o yo para meter en cabeza de otros los sentimientos de uno mismo?