Colores. Remy de Gourmont. Ediciones Barataria. Ilustraciones Odilon Redon. 2008.
Pocas veces se encuentra uno con ediciones de autores simbolistas, flor rara entre los estilos por su corta vida en comparación con otros, y menos aún con libros tan cuidados como éste.
Además de la novela A rebours, de Huysmans, y de fabulosos poemas, el simbolismo también abarcó los relatos, como es el caso y el mundo de las artes plásticas en general. Odilon Redon fue uno de los pintores que la crítica ensalzó por encima de otros con mayor dominio del dibujo, como podría ser Gustave Moreau, por ser un precursor del Surrealismo y avanzar en el sorprendente proceso evolutivo del arte. Sus dibujos y cuadros, sus pasteles, son un magnífico acompañamiento para esta obra, en la que cada cuento de la colección Colores es como una bella poesía en el mejor de los sentidos y sin perder su fuerza narrativa, absolutamente magnífica e ígnea. Ya en el “prólogo” el autor muestra su convencimiento de que una novela, si ha de ser algo, tiene que ser un poema “La novela no requiere una estética diferente a la del poema… de sus orígenes conserva la novela la posibilidad de cierta nobleza… toda novela que no es un poema, no existe”, página 7. “La novela no habla más de los amores posibles; la historia habla de los amores auténticos, atestiguados por cartas y reliquias” (Violeta, página 68).
La fuerza metafórica, simbólica, de las flores, las telas y los colores se hace presente a cada paso de esos relatos que nos presentan mujeres perversas, inocentes, avariciosas, lujuriosas o amorales en un espectro que abarca colores primarios, no-colores (blanco y negro) y tonalidades poco comunes como el cinzolín. La prosa es cuidada. Hay economía de palabras, de gestos, pero no de descripciones fundamentales y precisas, con la perfección de pinceladas geniales. “Era un camino hondo y abandonado que conducía a una antigua cantera. Ella andaba deprisa evitando las zarzas, rozando las retamas, las madreselvas, las digitales que se entretejían caóticamente en aquel agujero sombrío de arena y piedras que las ramas de las hayas, de los fresnos y de las encinas resguardaban con su manto verde y tupido” (Amarillo página 23).
Se respira una admiración y una crítica simultáneas a la mujer, muy en la línea de la idolatrada Salomé, mito del fin de siglo, aunque sin malditismo y sin deificación. “Un filósofo habría encontrado en aquella niña esa pasión por el sufrimiento que los curas han explotado tanto en las mujeres, que no es nada rara, y que enamora a los hombres porque halaga su vanidad…” (Cinzolín, página 98). “Pauline pasó en el confesionario media hora muy agradable. A medida que se desprendía de los pesados frutos del pecado, el árbol aligerado enderezaba sus ramas y recobraba su actitud primaveral” (Malva, página 133). Ni uno solo de los breves cuentos es desaprovechable. Todo es finura, precisión, belleza versicular.
Para terminar de completar el libro, se añaden una serie de relatos muy breves (hoy algunos estarían clasificados como microcuentos), bajo el título agrupador de AntigÁ¼edades, de un sarcasmo, de una violencia negra, amoral, definitivos. Para ilustrarlos se pasa al Odilon Redon que seguía las lecciones de Goya en sus Pinturas negras, inquietantes, profundas, capaces de colarse en nuestros sueños para convertirlos en pesadillas inexplicables o en aventuras grises de viajes al subconsciente. “-Mire como son –murmuraba el viejo entristecido- estos viejos europeos… Guardar y rodear de verjas unas piedras deformes y decrépitas… ¿Y por qué? Porque son viejas” (La torre Saint-Jaques, página 181),
En conjunto la obra destila una ligera amargura triste mezclada con una sensibilidad para captar los pequeños rincones de la vida y disfrutarlos siquiera de lejos, como espectador con microscopio; una ironía punzante con un detenimiento propio de abeja que liba para dar la mejor de las mieles, aunque a veces la flor pueda llevar en su polen un poco de veneno. “-Vengo –dice la Sombra- para recordarte también el olor de las cicutas, de las supremas cicutas cortadas en el verdor matinal; para recordarte la cicuta y su olor insólito y asesino” (Las alegrías elementales, página 201).
¿Quién puede pedir más?