Mientras primen los intereses, tendremos que aguardar la puesta en marcha de mecanismos internacionales eficaces para castigar crímenes de guerra, de lesa humanidad y de genocidio.
En 1998 se dieron en Roma los primeros pasos para gestar un tribunal penal internacional. Los diez años transcurridos nos han dejado pocas noticias halagÁ¼eñas al respecto, debido principalmente a que muchos países de peso político internacional han decidido permanecer al margen.
Tal es el caso de Estados Unidos, de Rusia, de China y de Israel. En un escenario tan lamentable, a pocos sorprenden las quejas constantes. Algunas de ellas han cobrado cuerpo al amparo del encausamiento, por el tribunal penal internacional, del presidente sudanés Al Bashir. Esto es una ilustración de cómo los dirigentes de las grandes potencias quedan siempre al margen de cualquier investigación mientras no sucede lo mismo con los de países empobrecidos que a menudo han acabado por abrazar movimientos hostiles a los intereses occidentales.
Muchos se han preguntado por qué se ha encausado a Al Bashir y nadie ha movido un dedo, en cambio, para sentar en el banquillo a Olmert y Livni por lo ocurrido en Gaza unos meses atrás. Tal vez por ello han perdido peso en los últimos tiempos las opiniones que sugerían que era preferible formar un tribunal penal internacional que se hiciera cargo de los crímenes de guerra, de lesa humanidad y de genocidios en lugar de dejar el asunto en manos de las legislaciones de los Estados singulares.
La evidencia de que ese tribunal no estaba a la altura de las circunstancias ha servido de aliento para que en muchos lugares se hayan producido denuncias ante los jueces locales. Importa subrayar que el fenómeno no es en modo alguno privativo de los tribunales españoles por el posible procesamiento de media docena de militares israelíes y, en días más recientes, una medida similar en relación con los asesores de George W. Bush que hicieron de Guantánamo una triste realidad.
Resulta desalentador que tampoco este camino parezca sacarnos del atolladero. En este caso la responsabilidad principal atañe a los gobiernos de los países en los cuales están radicados los tribunales mencionados. Uno de ellos, el español, que mientras presume de un supuesto papel prominente en el concierto internacional, deja claros algunos de los tributos que conviene pagar al respecto. Es decir, el designio de modificar leyes y aplacar tribunales para que estos eviten molestar a aliados como Israel y Estados Unidos. No parece que resistan otra interpretación algunas de las declaraciones oficiales recientes.
Ahí está la sugerencia de que la querella presentada contra los asesores de Bush debiera afectar a este último y a su Gobierno – ¿cómo reaccionaría entonces el Ejecutivo español?- o, más aún, la afirmación de que los querellantes no buscan otra cosa que protagonismo político. En tales condiciones, lo menos que se puede concluir es que en un planeta en el que los intereses siguen pesando mucho más que los principios, tendremos que aguardar para que los criminales, todos los criminales, rindan cuenta de sus hechos.
Carlos Taibo
Profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid