Hicieron al público levantarse de sus asientos. Era una necesidad, un impulso inevitable ponerse en pie para aplaudir con fuerza el arte, el don, el saber hacer sobre el escenario de este elenco de actrices que ayer nos oprimieron el corazón y nos atraparon los sentidos durante la representación.
Desde que se estrenara en 1945 La casa de Bernarda Alba ha sido llevada a los teatros en numerosísimas ocasiones; se han hecho versiones hasta la saciedad. Se ha tratado a los personajes desde los montajes de vanguardia hasta con visiones prototípicas. Pero en esta ocasión, tal y como ha dicho el director, se ha querido y buscado un acercamiento a las personas, a las mujeres que vibran y sufren, a los seres humanos que se consumen dentro de las cuatro paredes de la casa, dentro de las órdenes de Bernarda y las limitaciones lacerantes del “qué dirán”.
Escribir que Nuria Espert (Medea irrepetible) o Rosá María Sardá (cómica por excelencia de nuestro recuerdo) están grandes es una obviedad que no evitaré repetir porque lo están, lo están tanto que sus silencios, sus miradas cruzadas llenan el escenario de una fuerza que oprime, que hace daño en los ojos y presiona la carne como si fuera una presencia física.
Pero habrá que añadir que todas las actrices desde Teresa Lozano (brillante madre de Bernarda que luce como una presencia) hasta Almudena Lomba (la hija pequeña, la enamorada que se sabe correspondida y destila desde su cuerpo ese olor): Rosa Vila (Angustias que sueña con un amor que en realidad no tiene pero que igual le cuesta los dardos de envidia de las demás), Marta Marco (la hija que nos estremece cuando llora al padre), Nora Navas (en quien la conciliación asoma levemente y se nos muestra más dulce y resignada… pero que sufre también su prisión y su pasión), Rebeca Valls (Martirio que sufre su castigo físico con impotencia y frustración amargas), Tilda Espulga (que causa dolor de espalda cada vez que se agacha, criada reducida a limpiar todo el día) e incluso Marta Martorell. Todas hicieron del escenario ayer una trampa para espectadores, tan perfecta como el pegamento de las tiras para las moscas o las polillas: y allí nos quedamos, atrapados por aquella luz abrasadora que salía de sus cuerpos quemados continuamente por el deseo hacia el hombre, inmortalizando una vez más la obra de Lorca, que a buen seguro habría aplaudido la representación ayer y habría vuelto una y otra vez a contemplar en carne y hueso su sueño de palabras.