Si bien todos somos “ciudadanos del mundo”, me ha tocado nacer y vivir en la Argentina, país que padezco y amo intensamente.
De pequeña, una maestra de tercer o cuarto grado me había encomendado guardar la bandera todas las tardes, cuando se bajaba del mástil escolar. Me recuerdo a mí misma, en el trayecto desde el patio hasta la Dirección, llevando la bandera doblada entre mis brazos y depositarla suavemente en un cajón del escritorio, donde quedaría en penumbras, hasta el día siguiente. Era un acto solitario y silencioso, que yo sentía como un privilegio y una responsabilidad.
Esa tarea de “custodia” de la bandera, me impregnó un sentimiento patriótico que es difícil de explicar. Es el mismo que siento cada vez que escucho el himno nacional, aunque sea en una cancha de fútbol.
En Buenos Aires, llueve a granel y somos testigos de los festejos del Bicentenario.
En las calles del centro se ha montado una gran exhibición con desfiles militares, stands de las provincias, fotografías históricas, recitales de música, etc., aunque quedará algo frustrado debido a esta lluvia torrencial, que pareciera susurrar algo con su monótono sonido.
Para mañana se anuncia la reapertura del Teatro Colón, tal vez el más bonito de nuestro país, que ha llevado meses de remodelación. El gobierno nacional y el de la ciudad de Buenos Aires son opositores. Sólo para sentarse en primera fila, sonreír y aplaudir en el acto inaugural, los políticos no han podido llegar a un acuerdo. Se escuchan difamaciones y acusaciones de ambos lados y ya no importa quién tiene la razón o quién tiró la primera piedra. Sólo me pregunto, qué podemos esperar. O qué podemos festejar.
Y pienso en las olvidadas escuelitas de frontera del norte argentino. Allí también flamea la bandera argentina, algo descolorida, muy alejada de los festejos porteños, pero es la misma, la que lleva los colores del cielo: la Celeste y Blanca.
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