Cultura

DRAGOLANDIA: Sin gafas en Marrakech

Efecto mariposa: un percance sin importancia desencadena un terremoto en mi vida. Estoy en Marrakech y he perdido las gafas. Las dejé hace unas horas, inadvertidamente, sobre la mesa de un café sito frente a la plaza de Jamaa-El-Fna. Me he dado cuenta al llegar al hotel, que está a quince kilómetros de la ciudad. Volver al escenario de la pequeña catástrofe es difícil y, además, todos me aseguran que perdería el tiempo. Gafas de paso, en este cubil de pícaros, cañazo. Se las llevan. Alguien me dice que ningún buen musulmán haría eso en la Meca, pero que en Marrakech lo hacen todos. No tengo gafas de repuesto. Mi vista está cansada: no puedo leer sin ellas. Y si no puedo leer, ¿qué diablos voy a hacer aquí durante los dos días que me quedan antes de volver a España? He venido para dar una conferencia. Ya la he dado. Conozco la ciudad al dedillo. Llegué a ella por primera vez en mil novecientos sesenta y nueve y la he visitado con posterioridad en muchas ocasiones. No es cosa de recorrer por enésima vez sus monumentos. Tampoco me apetece visitar la medina, que está infestada de turistas, bribones y acosadores de todo tipo. Hace un calor infernal: de cuarenta grados para arriba. El hotel es uno de esos monstruos de cinco estrellas ―tan usuales ahora― pródigo en dependencias, restaurantes carísimos en los que se come fatal, tiendas en las que nadie entra, hoyos de golf, larguísimos corredores, obsequiosa y agobiante servidumbre, tipos que tocan una especie de laúd cuando menos te lo esperas, gentes enchilabadas que te persiguen con teteras y dulces de miel, gollerías inútiles en las habitaciones congeladas por el huracán del aire acondicionado y pétalos de rosa ―por poner un ejemplo― sobre las almohadas. Podría ir a la piscina, pero no me gusta nadar y sólo me baño en las bañeras. Podría tomar el sol, pero es malísimo para la salud y, dada la temperatura reinante, terminaría tan achicharrado como un pincho moruno de los que humean en la plaza. Podría acercarme de nuevo a ésta para ver si Juan Goytisolo aparece por allí, lo que me agradaría, pero no es probable que lo haga antes del crepúsculo y, con él, la fresca. Podría sentarme en un mullido diván de los muchos que despuntan por todos los rincones del hotel o acodarme en el mostrador de uno de sus infinitos bares para pegar la hebra con cualquier desconocido (o, ya puesto, desconocida), pero me aburre hablar y otrosí escuchar. ¿Ver la tele? Eso ni a palos. Así que insisto: ¿qué carajo voy a hacer hasta que vuelva a estar en casa? Terremoto, decía, y lo reitero, porque por primera vez en mi vida voy a pasar una jornada entera ―o, mejor dicho, casi dos― sin leer. No hay antecedentes o, si los hay, no los recuerdo. Siempre, día tras día, desde que me desasnaron, y eso sucedió muy pronto, he leído algo, poco o mucho, pero algo. Tendría que remontarme, si acaso, a las épocas en las que permanecí incomunicado por decisión de la policía y del juez en oscuras mazmorras de Sol o de las Salesas, pero incluso entonces leía las grasientas hojas de periódico en las que mi madre envolvía los bocadillos que me servían de pitanza. ¿Cabe sobrevivir a una jornada entera sin lecturas? Pronto lo sabré. Terremoto, también, porque hoy tocaba escribir la entrega de este blog y sin gafas no puedo hacerlo, lo que me obliga, y eso es también novedad absoluta en mi existencia, a dictar lo que en estos momentos llega, lector, a tus ojos. A ver cómo sale. Lo mismo le cojo el tranquillo y el gusto. Eso me cambiaría la vida. Y en el avión, ¿qué haré? ¿Papar moscas contemplando el correr de las nubes, si las hay? Algo parecido es, en definitiva, lo que me espera en el tedio del hotel: mirar al techo y pensar, cosa ―esta última― que siempre me ha gustado y nunca me ha aburrido, pero ¿durante tanto tiempo? Dieciséis horas diarias dándole vueltas al magín son, incluso para Aristóteles, y yo no lo soy, muchas horas. También podría, en el colmo de la desesperación, masturbarme, pero no creo que tan pecaminoso recurso diese, con mucho optimismo, para más de media horita. ¡Si por lo menos hubiera canal porno en la tele! Pero estamos en un país islámico donde los vicios de la cristiandad no son moneda común. Seguro que se están preguntando ustedes a quién demonios dicto esto. No lo revelaré. Y ya termino. Nunca he escrito en Dragolandia nada tan largo. Podría seguir con el blog y la misma matraca durante horas y horas, y así mataría el tiempo, pero los cánones de internet, donde la brevedad ―me dice mi ayudante― es obligada, no me lo consienten. Seguiré, pues, oteando el horizonte de la nada con expresión absorta. Ya les contaré. Adiós.

Addendum (escrito dos horas más tarde): acaban de aparecer mis gafas. Milagro. Alá es grande. Pero a lo hecho, pecho, y lo dicho, dicho queda. Ya sé dictar. ¡Qué alegría! Volveré a hacerlo en el futuro.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.