Cultura

Más entropía

Todo lo que está vivo tiende a degradarse por pérdida de calor. Eso es la entropía, concepto propio del mundo físico que puede extenderse a los individuos, a la historia y a la sociedad. Ya he hablado de eso en este blog, a cuento de Soria. El sabio vive como si cada minuto de su vida fuera el último. Ciñe toda su existencia a lo esencial. Morimos por oxidación, esto es, por degradación, por desorden, por pérdida de calor, por entropía.

―¡Metafísico estáis!

―Es que vengo de Tánger, y no queda allí nada que no sea recuerdo de la muerte. Recorrer esa ciudad es angustioso, si quien lo hace la compara con lo que fue. Ruinas de Itálica, amarillo jaramago, inútil búsqueda del tiempo perdido. El Gran Café de París, en cuyos divanes centelleaban los escotes de las aventureras, las millonarias, las cocotas, las artistas, las huríes y las damas de antaño, es ahora lóbrego cubil de varones de gesto torvo. No se ve allí una sola mujer ni, por supuesto, cabe pedir al camarero un cóctel. Es el monoteísmo. Donde pisa no vuelve a crecer la hierba. Tánger era una ciudad pagana. Todo el Mediterráneo lo fue. Entropía.

Mejor no hablar. Tampoco lo haré del Festival de Cine que me llevó hasta allí para intervenir en una mesa redonda sobre el diario España. Fue un desastre (el Festival, no la mesa): caspa, desorganización, cutrerío, tacañería, vulgaridad.

La de Loles León, por ejemplo, que hizo cuanto estaba en su mano (nunca mejor dicho) para convertir la estatuilla del premio Hércules en un consolador barato de tienda de barrio chino. ¡Y eso ante gentes tan recatadas como en todo lo relativo al sexo lo son los musulmanes! El espectáculo fue bochornoso. Las autoridades españolas presentes en el acto se cubrieron de gloria y nos cubrieron de mierda. España cañí. ¿Pero no estábamos en crisis? ¿A qué viene tanto derroche inútil?

Algo es seguro. Nunca volveré a Tánger. Se acabó esa ciudad, en lo que a mí respecta, para siempre. Tampoco volverán a invitarme los malagueños del Festival de Cine. Pónganme esos individuos con mando en plaza en su lista negra. Todos contentos: ellos y yo.

Donde sí volveré, y cuanto antes, mejor, es a Assilah. Su medina ―barbacana que se asoma al mar― sigue siendo la más bonita de Marruecos. Está primorosamente cuidada, con buen gusto, con mimo, con afecto. Es un paraíso bicolor: blanco y añil. Pasé en él una jornada inolvidable gracias a la hospitalidad que me brindó una amiga. Cómprenle una casa. Yo estoy pensando en hacerlo. Se dedica, entre otras ocupaciones, a restaurarlas como si fueran joyas de Cellini. No es la única. Muchas gentes de gusto están yéndose allí. Assilah va camino de convertirse en un shangri-la. Confiemos en que el turismo de autobús, playa, chancleta y pantalón corto no lo destruya.

Cené, tal como había anunciado en la anterior entrega de este blog, en el restaurante de mi viejo amigo Pepe, el Océano. Estuve allí por primera vez hace más de treinta años. Entonces era poco más que una taberna de pescadores, pero lo que servía ya era suculento. Lo sigue siendo. Ha ido, en todo, a más. Observen la foto que acompaña este artículo. No tiene precio. Así era el figón de Pepe cuando su padre, en 1918, lo fundó. Arrieros eran quienes entonces pasaban por delante. Ya no lo son. La taberna se ha convertido en restaurante de dos pisos, bien amueblados y de impecable servicio, pero su atmósfera sigue siendo tan cálida, tan cortés, tan amistosa como lo era cuando, por primera vez, franqueé su umbral.

Tampoco ha cambiado la carta. En ella figuran los más sabrosos habitantes del mar. Opté yo, en esta ocasión, por una gigantesca fuente de percebes, otra de cigalas y un platazo de sardinas. Lo regué todo, que era mucho, con media botella de excelente vino blanco local. Su marca era Medaillon. Lo aconsejo. Resulta pintiparado para lo que en Casa Pepe se come. En España es ya imposible encontrar pescado de tanta calidad. El de piscifactoría cunde por doquier y no sabe a nada. Bueno, sí. Sabe a estropajo. Nunca había tomado cigalas tan ricas como las del otro día. Palabra de honor.

Amigo soy de Pepe, cierto, pero no digo lo que digo por amistad, sino por afición a la verdad.

Compruébenlo. Es el mejor restaurante de pescado del mundo. Como suena. Y, por añadidura, les saldrá barato. Pepe es así.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.