Cultura

Jesús Ortega y la vida colgada de un clavo

Tiene algo menos que cien páginas, y se lee como se ve una buena película, sin sentirlo. Quizá una de Robert Altmann, para completar la comparación. Y quizá —para más pelos y señales— una de sus mejores producciones: “Short Cuts”, basada en el homónimo libro de Raymond Carver.

Y es que El clavo en la pared también está compuesto de diez historias, no como en la película, que no llegan a siete, sino como en el famoso libro de cuentos de Carver. Empero las historias del “Clavo en la pared” no están entrelazadas y los personajes no se saltan de una historia a otra: aunque bien podrían hacerlo. Los diez cuentos de “El clavo en la pared” son historias soberanas y autónomas, y cada uno de ellos deja al lector un rescoldo de sentimientos inolvidables respecto a lo que es la vida, el amor y el fracaso en ciertos momentos claves de nuestra existencia.

En la narración que abre el libro, El Zurdo, nos encontramos en el mundo de la infancia escolar: brutal y despiadada. La vida domestica tampoco es ideal: algo mejor que animales domésticos, los niños son tratados con cuidado, pero sin amor. Como era de uso en las escuelas de muchos paises civilizados hasta mediados de los cincuenta, ser un niño zurdo es considerado un defecto y debe ser corregido, “atandole la mano izquierda, —Por tu propio bien”. Y sin embargo ese “defecto” se convierte en el punto de contacto e identidad entre dos hermanos, y que posibilitará ser solidarios.

Bésame —de lejos mi favorito— es una bella y trágica historia de amor. El lector asiste a ese momento de la vida de todo hombre, en que debe aceptar que ya no es un adolescente. De hecho, la historia es narrada por él: ese personaje anónimo con el que cualquier aprendiz a adulto sabrá identificarse. Y es que ese filisteo, algo gordo y calvo, podría ser cualquiera de los compañeritos de la escuela del barrio de la primera historia, veinte, treinta años después. Su incapacidad de amar se focaliza en un gato sobre el cual va a desencadenar todas sus frustraciones y que lo arrastrará a rencontrar una soledad que nunca había abandonado. La heroína de esta historia es Razia, un personaje con reminiscencias de las Mil y una noches, misteriosa como las arenas rojizas del Eufrates y que inútilmente trata de mostrar lo que es el amor a un niño —encerrado en el cuerpo de un hombre— incapaz de reconocerlo.

El cuento que da título al libro y que es el central, es la historia de un hombre adulto, afincado en una vida gris, sin aristas. Bernardo es vendedor y uno de los mayores logros de su vida es haber vendido un coche diario durante un mes. Es un ente taimado y rencoroso, incapaz de devolver los gestos de afecto que Nieves, su compañera de viaje, le ofrece. En un día de cielo azul ceruleo parte al encuentro de su madre, de su pasado. Y aunque el lector intuye el triste desenlace de la historia, no puede evitar seguir la debacle emocional de Bernardo, quien detrás de esa fachada de triunfador de medio pelo, es un vulgar yonki. Es en este cuento que aparece el clavo en la pared, que delata un cuadro o fotografía ausente, pero que también simboliza esa incapacidad de mostrar sus sentimientos, de abrirse a las relaciones humanas que los personajes de esta historia manifiestan y que son como el hilo rojo que sutilmente recorre las historias de este libro de cuentos.

Si volviéramos al símil con las películas de Altmann, El perdón no es un cuento, es un flashback —una imagen de la vida en el pasado o futuro— de un exiliado que ha fracasado y que ronda bares de mala muerte en Bangkok pidiendo dinero a los turistas. Allí, en ese reino nocturno de crapula y mendicidad bufonesca se cruzará con su padre. Es un choque de miradas y sentimientos culpables que no comunican y que al explotar delante del lector dejan un extraño sentimiento de conmiseración. El título y las palabras finales no develan tanto lo que sucede como lo que pudo haber sido entre esas dos líneas paralelas que desaparecen en la noche.

Incluso, los cuentos fantásticos o menos realistas como son La manzana de Neuman y Gonadotropina revelan de pronto, el primero, un personaje obsesionado, sin sentimientos que tan sólo una fama dudosa recuperará para la historia. Y el segundo, un hombre desamorado, que teme afrontar, no su posible responsabilidad paterna, sino su capacidad de mostrarse solidario con su pareja. Son los cuentos más breves de la serie, una o dos escenas transportados por las pinceladas certeras del narrador, en las cuales sus personajes se revelan de cuerpo entero para el lector.

Los dedos del tiempo es una fascinante historia de amor que deja al lector con la nostalgia y el deseo de verla transformada en el capítulo inicial de una larga novela. Braulio comete delitos de caballero: roba libros y durante una de sus andanzas encuentra una bella ladrona de libros. No hay comunicación humana entre ellos, una cámara silenciosa equidistante los sigue, mientras ellos perpetran sus eruditas fechorías. En ese silencio, sostenido por las miradas y el roce de los dedos hábiles de los ladrones y del juego de los títulos y autores podría surgir la comunicación, una relación humana. Pero ésta se frustra cuando la ladrona de libros es capturada y Braulio, no sólo no hace nada para socorrerla, pero inseguro de su propia capacidad se ensaña en su complice para salir indemne de la situación. El pasado remoto en el que se sitúa el relato acrecienta ese sentimiento de soledad irreparable y arrepentimiento emocional que le queda al personaje.

Sin querer es un título con sibilina ambigüedad, pues el lector queda con la duda de si lo narrado desde la voz del protagonista está sucediendo —o, quizá, ha realmente sucedido— o si se trata de la elucubración de una perversa fantasia. Pero no importa, pues lo que el cuento propone es la posibilidad de adentrarse en la interioridad más profunda de un individuo refractario a la vida social o amorosa.

El título del noveno cuento, La segunda vez, —quizás de manera velada— advierte al lector que visitará nuevamente el mundo infantil del narrador. De manera similar que en “Los dedos del tiempo”, en que los libros son una posibilidad de tender un puente fugaz entre dos seres humanos, acá la escritura de un texto escolar abre las posibilidades de reconocimiento social y comunicación para un niño tímido y apocado, pero esa oportunidad no será aferrada y un desconocido y terrible castigo se cierne sobre él.

La lectora nos transporta al tiempo narrado de “Novecientos” de Bertolucci. Don Victor es una suerte de Quijote decimonónico, que vende tierras y ganado, y se encierra a cal y canto a escribir, como respuesta a una tragedia que el lector sólo intuye de lejos. La hija de la Ermitaña, es la narradora de la historia y a través de sus ojos y de su discurso desordenado el lector es testigo de la debacle de un mundo de excesos aparentemente artísticos pero fútiles e improductivos. Allí también el conocimiento y reconocimiento del amor llega demasiado tarde.

Pero no debe pensar el lector de esta nota que ahora sabe de qué trata El clavo en la pared, pues los diez cuentos escritos por Jesús Ortega son mucho más que las historias que relata. Hay en este puñado de relatos una visión del mundo que existe y se transmite a sus lectores gracias a la artesanía y savoir faire de un narrador que conoce la profesión milenaria de armar y contar historias. Nada menos.

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Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.