Cultura

Lobito bueno

Romper rutinas. Eso hace el sabio. No es fácil. Las circunstancias, a veces, vienen en nuestra ayuda y nos obligan a hacer cosas que antes no hacíamos. Yo, por ejemplo, nunca había tomado sedantes para escribir. Sí, en cambio, excitantes: cafeína, ahora, y centramina o dexedrina en otros tiempos, hasta que la democracia se puso a prohibir el libre albedrío. Ayer, por primera vez en mi vida, escribí sedado. Lo que de esa experiencia se derivó fue una elegía ―Mortal y tigre― dedicada a mi gato Soseki y publicada en la sección de cultura de este periódico. No habría sido capaz de escribirla si no me hubiese atizado un par de comprimidos de trankimazín. Detesto las benzodiacepinas y creo que lo mejor es no ingerirlas nunca o hacerlo sólo en situaciones de perentoria necesidad y extremando la cautela. Hoy, lunes, martes ya para ustedes, sigo estando mal, tan mal, casi, como me he sentido durante los tres últimos días, pero no quiero meterme en la cama con la cabeza debajo de un almohadón. A Soseki no le gustaría. Vuelvo, pues, a escribir sedado, para que el lobo no falte, por primera vez en once meses, a su cita con los lectores. Ese lobo, por cierto, no será hoy tan feroz como lo pinto. No quiere morder a nadie. El trankimazín lo ha transformado en cordero o, mejor aún, en aquel lobito bueno de José Agustín Goytisolo al que puso voz y música Paco Ibáñez. Curiosa experiencia. Escribir con un chute de cafeína en la neuronas es como escalar ochomiles (digo yo, aunque nunca los he escalado, como lo hacían las bravas gentes de Al filo de lo imposible) o como jugar el último partido de la Copa Davis con los calzones bien agarrados para que el respetable no me los quite. Escribir, en cambio, medio groggy, tal como yo lo estoy haciendo ahora debido a la acción combinada de la pena y el trankimazín, es deslizarse por un suave tobogán a cuyo término te espera una colchoneta de nieve con textura de panettone. Lo mismo le cojo gusto y dejo de ser escritor espídico para convertirme en escritor sonámbulo. No estaría mal. Así, deslizándome cuesta abajo, patinando como lo haría la Sharapova con su faldita si se reencarnase en ella la Pavlova con su tutú, he salido del paso, he acudido a mi cita de los martes y he llegado al final de esta columna sin decir que el ministerio de Cultura, discretamente gobernado por ese buen ministro y mejor poeta que se llama César Antonio Molina, ha hecho por fin justicia institucional a los dos Juanes ―Goytisolo y Marsé― que más justicia literaria han impartido a lo ancho de media centuria en la república de las letras de este país. Sea. Se acabó la columna. Volveré a hablar de ellos. Hoy, amigos todos y de todos, yo, amigo: Marsé, los dos Goytisolos, César Antonio, la Sharapova, los de la copa Davis, Sebastián Álvaro y sus hombres, Paco Ibáñez y, por supuesto, Soseki. Cientos de personas me han enviado sus condolencias estos días. Gracias a todos. Me habéis hecho llorar. El mundo está lleno de buenas personas que jamás harían lo que otros lobos de verdad feroces acaban de hacer en Bombay.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.