Cultura

Tigre blanco

Llevo mucho tiempo sin recomendar un libro. Hoy recomendaré uno que me recomendó, a su vez, Javier Moro.

Por cierto: recomiendo también el último de los suyos (El sari rojo, Seix Barral) y todos los anteriores. Javier tiene la virtud ―lo es para mí― de adelantárseme siempre: escribe los libros que a mí me habría gustado escribir. Eso me da algo de rabia, pero ésta no me impide serle devoto, rendirle admiración y profesarle amistad.

El libro al que voy a referirme es una novela, trata de la India de hoy, ha sido escrita por Aravind Adiga y se llama Tigre blanco. Ganó el Main Booker Prize de 2008. La edición española, traducida con pulso firme por Santiago del Rey, es de Miscelánea. Su autor nació en 1974, vive en Bombay (¿dónde, si no?) y ha sido corresponsal de la revista Time y del Financial Times.

Suelo yo decir que nadie escribe buenas novelas antes de cumplir los cuarenta años. Tigre blanco demuestra que estoy equivocado. Se trata, además, de su primer libro. Pertenece a un género que se inventó en España: la picaresca. Pero una picaresca rica en cargas de profundidad. Los rugidos y zarpazos de este tigre albino ayudan a entender por qué la India de nuestros días, con sus méritos y sus lacras, es la que es y por qué era inevitable que lo fuese.

¿Un botón de muestra? Sea. Lo transcribo, literalmente, a continuación, no sin avisar a los lectores de que cuanto en ese texto se dice a propósito de las castas, tan denostadas y tan mal entendidas en Occidente, podría herir la sensibilidad de los judeocristianos políticamente correctos.

Verá: este país, en sus días de grandeza, cuando era la nación más rica de la Tierra, era como un zoo. Un zoo limpio, ordenado y bien conservado. Cada uno feliz y en su sitio. Los orfebres, aquí; los vaqueros, ahí; los señores, allá. El que se llamaba Halwai fabricaba dulces; el vaquero cuidaba vacas, y el intocable limpiaba las heces. Los señores eran amables con sus siervos. Las mujeres se cubrían la cabeza con un velo y bajaban los ojos cuando hablaban con un extraño.

Y entonces, gracias a todos esos políticos de Delhi, el 15 de agosto de 1947, es decir, el día en que los británicos se fueron, todas las jaulas quedaron abiertas. Los animales empezaron a atacarse y a destrozarse unos a otros y la ley de la jungla sustituyó a la ley del zoo. Los más feroces, los más hambrientos, se comieron a todos los demás y empezaron a echar barriga. Eso era lo único que contaba ahora: el tamaño de tu barriga. No importaba si eras mujer, musulmán o intocable: cualquiera con una buena panza podía progresar. El padre de mi padre debió de ser un Halwai auténtico, un fabricante de dulces. Pero cuando él heredó su tienda, algún miembro de otra casta debió de robársela con la ayuda de la Policía. Mi padre no tenía una buena barriga para defenderse. Por eso se había desplomado hasta el fondo del lodo, hasta el nivel de un conductor de rickshaw. Por eso me arrebataron mi destino de gordito sonriente de piel cremosa.

En resumen: en los viejos tiempos había en la India un millar de castas y de destinos. Hoy en día sólo hay dos castas: la de los hombres con grandes barrigas y la de los hombres sin barriga.

Y sólo dos destinos: comer o ser comido.

Quienes han nacido o vivido en la India (o, por lo menos, la han recorrido a fondo, como Javier Moro y yo) sabemos que Aravind Adiga, duélase quien se duela, tiene razón.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.